Por Roberto Feregrino
Hace algunos días comencé a leer Piedra que rueda de Aline Pettersson, una novela muy bien lograda, por cierto. No obstante, hacia la página 109 llamó mi atención algo que dice el narrador en el capítulo intitulado “El gozoso arte de mentir”, en el que afirma: “Todos, al contar, reelaboramos, modificamos, rasuramos o adornamos las palabras y con ellas, los hechos”, por lo cual, deduce, “todos somos novelistas, y, además, pretendemos vivir como personajes”. Esto me pareció emocionante porque no sólo somos novelistas que, a veces, intentan ser personajes, sino que, agregaría yo, recurrimos a la imaginación en tanto que nos permite crear artificios. Sin importar cuál sea nuestra condición social o política, contar nos otorga la posibilidad única de transmitir aquella anécdota o suceso —propio o ajeno— con los elementos que tengamos a nuestro alcance: desde el vil chisme de vecindad hasta la magnánima epopeya de nuestro encuentro con aquella figura de la farándula con la que nos tomamos una fotografía que terminó en Instagram como testimonio fidedigno; el autógrafo en la playera, el disco o la dedicatoria en el libro. Todos somos contadores de historias y personajes —sepámoslo o no— porque usamos palabra e imaginación para embellecer el recuerdo y transmitirlo, aunque sea fragmentado. Somos fragmentos en la vida de los demás, y los demás, fragmentos en la nuestra. Narramos sucesos adornados con palabras y, al mismo tiempo, somos narrados.
Ahora que escribo esto pienso en aquella novela de Luis Tovar, Sin rastro de nosotros, que indaga en esta elaboración fragmentaria en voz de diversos personajes que van narrando lo que atestiguaron y completan la historia que tenemos entre las manos. Somos anécdota. Recuerdo. Memoria. Un lunes cualquiera alguien contará las peripecias que libró el fin de semana; otra, la disputa amorosa con el enamorado. Emitimos una sarta de opiniones después de haber visto alguna escena conmovedora o dantesca. Con conciencia pedante o no, lo hacemos. Rapsodas o juglares, citamos a nuestro interlocutor en un café o lo llamamos por teléfono para ponerlo al tanto de lo que nos ha sucedido y necesitamos que sepa. Publicamos en Facebook el nuevo romance del que estamos orgullosos o nos encontramos a la vecina y no perdemos la oportunidad de contarle “que dicen que el vecino murió de COVID”, mientras la otra revira: “no, quesque dejó a su señora porque tenía otra familia y con esto del coronavirus todos se vinieron a enterar”. Somos contadores de historias de una manera inherente. Hay quienes logran profesionalizarse en este arte y se convierten en novelistas, cuentistas, poetas, dramaturgos o guionistas.
A propósito de guionistas, el lunes 28 de septiembre Fondo Blanco Editorial publicó en Rostros de la edición una entrevista con el escritor y editor Luis Carlos Fuentes Ávila, quien de una manera muy lúcida discierne sobre el panorama actual de las editoriales y los avatares que debimos librar como sociedad durante la emergencia sanitaria por el COVID-19.
La entrevista me parece de una sensatez envidiable, propia de su talante. Sin embargo, en su discurso señala algo que llamó especialmente mi atención: muchas industrias atravesaron serias dificultades durante el confinamiento, como la del turismo, la construcción o la agropecuaria que, sin duda, son de primera necesidad. Esto nos hace reflexionar que fácilmente podemos prescindir de adquirir un libro, porque hay otros tantos sectores sorteando momentos de precariedad y es preciso reactivarlos cuanto antes para que el barco no se hunda en la “nueva normalidad”. Aunque nos duela —porque muchos nos dedicamos a esto—, hay prioridades, pero también es cierto que debemos buscar alternativas, edificarlas en conjunto, porque los editores, autores, correctores, diseñadores, distribuidores y más viven de ello.
El sector libresco, normalmente atrincherado en las grandes ciudades, soslaya a las pequeñas localidades donde el libro es inaccesible —ya no digamos del internet—; se entiende, claro, los monopolios apuestan a coptar más clientes, no se pueden dar el lujo de perder ganancias. Por esta razón, el Estado ahora propone, a través del Fondo de Cultura Económica, la iniciativa de llevar, a esos lugares alejados, librerías donde la gente tenga un acercamiento directo con los libros.
El escritor Omar Delgado, hace algunos días, me explicaba lo necesario que es llevar el material a otras zonas que no están en el mapa de la mercadotecnia. Lo mismo que José Vasconcelos propuso cuando fue secretario de Educación Pública, en la época de Obregón, editando 12 clásicos, entre los que se encontraban Tolstói, Plutarco, Homero o Esquilo, sólo por mencionar algunos. Hubo detractores, claro, como Emilio Portes Gil o Pascual Ortiz Rubio, quienes calificaron de “aristócrata” esta acción de la que Vasconcelos se sentía orgulloso, pues, decía, nada igual se había hecho en español para acercar los clásicos al pueblo. No era descabellado; ahora tampoco lo es, pero requiere tiempo y diligencia.
Puedo decir, útopicamente, que habiendo librerías, aparecerán los curiosos que las exploren, que se adentren en ellas para descubrir qué hay entre tantas letras y autores a los que ni siquiera conocen. Y es que la curiosidad, amigos míos, anima a cualquiera a conocer lo desconocido, ¿no le sucedió al mismo Augusto Monterroso que leyó en una biblioteca muy pequeñita de su natal Guatemala todo lo que pudo y al final resultó que eran aquellos clásicos de la Literatura Universal (Homero, Dante, Virgilio, Cervantes, Cicerón, Aristóteles)? El tamaño de la biblioteca no fue factor para la grandeza de todo lo que aprendió (y enseñó después). Cuando Monterroso llegó a México narraba esa anécdota porque cuando conversaba con alguien el interlocutor solía sorprenderse de que supiera tanto de aquellos autores, sin imaginarse que todo surgió por la curiosidad.
Llevar libros y hablar con la gente de los lugares marginales generaría otro tipo de diálogo, de discurso; ojo, no hablo de la absurda premisa evangelizadora de llevarles libros para que sean más “civilizados”, no, sino del legítimo derecho de cualquiera de acceder a los libros, que es un derecho tanto para los habitantes de una zona rural como para los de las grandes urbes.
Finalmente, imaginemos un escenario bradburiano en el que hoy mismo han dejado de editarse libros, están prohibidos porque unos esbirros enviados por Trump tienen la encomienda de ir de país en país, casa por casa, destruyendo cada libro que haya a su paso. Estamos acabados, no hay sótano ni búnker que no sea registrado. Unos lloran, otros callan, decenas más empalidecen ante tal canallada sin poder hacer nada. La vida es primero. Hay prioridades.
Sin embargo, todos tendremos algo que no se podrá destruir: la memoria. Tendremos los recuerdos o el ingenio para poder contarle al “otro” lo que habita en ella en una plática con pulque, con una cerveza en mano o con un café. Sin duda alguna, cualquier padre o madre, al acostar a sus hijos, les contarán una historia antes de dormir, sin importar si viven en la ciudad o en la Huasteca Potosina. La imaginación, pase lo que pase, es nuestra y ésa nadie nos la va a arrebatar.
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