Volveremos. Sobre las bibliotecas y el hogar

Volveremos. Sobre las bibliotecas y el hogar

Por Vladimir Villalobos López

La última vez que salí más allá de las cuatro o cinco calles que circundan mi hogar fue el 21 de marzo. No recuerdo el motivo, pero fuimos a comer con Ernesto (mi hermano mayor) y mis papás. Eric no fue. Cinco meses después, me animé y salí de nuevo para pasar unos días en la casa de mis padres. No cargué sino la ropa que llevaba puesta, un par de libros para el autoengaño, mi computadora y unos topers que no les había devuelto; 48 kilómetros y poco más de dos horas después, volví a casa.

Me resulta encantador cómo algunas cosas no cambian a pesar de los años de ausencia, y el contraste que se genera junto a las que ya no están, que fueron remplazadas.

Antes de la mudanza definitiva en Coacalco vivimos en otras dos casas. Yo sólo recuerdo una, aunque más que la casa recuerdo a mi bisabuelita Achis (le dirían Pachis en Cortazar, o Francisca si eran ajenos), la recuerdo asomada a donde estaba y sonriente. Pero fue en Coacalco donde me formé y crecí con mis hermanos. Supongo que para mis papás también fueron años de algún aprendizaje, mi papá debía de tener más o menos la edad que tengo yo mientras escribo esto, y mi mamá poquitos menos.

Así como se desdibuja el horizonte, dudo que mi mudanza definitiva ocurra pronto, ¿ocurrirá? Por lo pronto, puedo volver y sentir que no ha pasado el tiempo (salvo por el detalle de que regalaron nuestras camas, pero siempre hay forma de acomodarse y sentirse querido. Mi escritorio sigue aquí y desde él escribo. Me acompañan los libros que se acumularon durante las licenciaturas y algunas joyas que me firmaba gente querida, revistas en las que participé y hasta un cómic dedicado a Coacalco.

Cuando empecé a escribir quería hablar de este breve volver al hogar. El asunto de la biblioteca de mis padres y cómo de a poquito fui creando la mía y haciéndola independiente también me resultó una idea atractiva; quizá va ligada, me hicieron ver. El hogar es el espacio que se habita y en el que se forma una comunidad, dice María Moliner. Quizá no es necesario tener una casa propia y habitarla durante más de veinte años para formar un hogar, se consuela el joven precarizado mientras piensa en todos esos lugares en los que pudo pasar la noche, las vacaciones o simplemente ratos memorables.

La biblioteca de mis mamás fue importante porque en ella estaban el libro que nos leían cada noche y los primeros libros que tomé por mi cuenta. Recuerdo Un mundo vacío, de John Christopher, con particular cariño, quizás el que una plaga empiece matar gente y enfrente a un joven con la soledad y la urgencia por sobrevivir de alguna manera en soledad me haga eco en estos días. Pero, aunque fue importante, no diría que una biblioteca sea imprescindible para mis otros hogares. Pienso en la sopa de lentejas y la manera en que nos abrigaba mi abue Leo cuando nos quedábamos con ella, o en la fogata y las noches de play con mis primos, o en los juegos de mesa con mis primas; en Corta y sus procesiones silenciosas con tacos de cabeza y perritos incluidos. En las compas y los amigos con los que he vivido o que al menos me prestan un cachito de suelo pa’ dormir. En fin, lo peligroso de las enumeraciones es que la memoria se desboca y cuando te das cuenta no te van a alcanzar las palabras para decirlo y recordarlo todo.

Lo bueno de las bibliotecas, en teoría y dependiendo del nivel de organización que tengan, es que todo lo ordenan y catalogan de tal manera que cualquiera pueda usarlas. No es necesaria una biblioteca para tener un hogar, pero sí hay bibliotecas que se vuelven hogares. No pienso en autores, o lectores, lo suficientemente alienados por la palabra escrita como para olvidarse del mundo y depender únicamente de los libros para vivir (¿quién les hará de comer?), sino en las bibliotecas públicas. Por ahí escuché que Marx, o Nietzsche, no tenía recursos para comprar sus libros y se la vivía en la biblioteca. También pienso en los sitios apartados que no tienen librerías y que dependen casi exclusivamente de las bibliotecas.

Hay bibliotecas que sirven como escuela a falta de un espacio exclusivo para la enseñanza. Otras son utilizadas como punto de reunión, como el lugar propicio para el taller o la charla, algunas incluso tienen espacios para ofrecer conciertos o al menos como un lugar seguro y resguardado de la lluvia para la gente sin techo. La gente que duerme es común en las bibliotecas; algo tendrán tantos alientos reunidos que propician el sueño. También es común y valioso que las bibliotecas sirvan para compartir planes y anhelos, de negocios, personales, de proyectos creativos, en fin; sirven como centro y espacio para aglutinar solidaridad, casi siempre la biblioteca pública es refugio y centro de acopio para el damnificado. La biblioteca se vuelve hogar de muchas maneras y en múltiples sentidos. Así como el concepto de familia está dejando sus estereotipos para reflejar mejor la realidad de las familias, así el hogar, en tanto lugar de comunión y comunidad, debe ser amplio e inclusivo.

El problema con los hogares, y con las bibliotecas, es que solemos ignorar los esfuerzos que hacen posible que el espacio se conserve. En la casa los quehaceres suelen estar repartidos arbitrariamente. En las bibliotecas el bibliotecario parece ser sólo el personaje molesto que no te deja hacer ruido o que cuida que nadie se lleve los libros. La retribución a quienes cuidan nuestros hogares casi siempre es insuficiente.

En este sentido, me resulta imposible no pensar en el otro Marx, director general de bibliotecas. Arriaga Navarro anunció con bombo y platillo, a finales de julio, el “Manifiesto Mexicano de Bibliotecas Públicas”. Para empezar, la idea no suena mal, los problemas empiezan cuando en la presentación se aclara que él lo escribió solo, pero que con su manifiesto establece una discusión con autores como “Salas y Quiroga, R. Acuña, J. Hernández, G. Mistral, F. T. Marinneti, T. Tzara, M. Arce, V. Huidobro…”; mejor hubiera sido discutir menos con los muertos y dialogar más con los bibliotecarios del país, sobre todo en tanto que un manifiesto bibliotecario poco tiene que ver, digamos, con el manifiesto futurista (sin negar que idealmente todo acto humano debería ser un acto estético en sí).

Afortunadamente, en un acto de política acorde con la transformación a la que se enfrenta el país, invita a firmar y adherirse a la palabra del jefe bueno que apela a la lectura como un medio de purificación (punto III), vertical: “haré lo que sea […] para enseñarles a mis compatriotas cómo leer los libros que resguardo” (punto I); y, en fin, un punto que releo y sigo sin entender su razón de ser, sobre todo considerando que la pandemia y el encierro ya llevaban varios meses: “Negamos de manera tajante toda red electrónica que tenga como meta engañar a la población mexicana, difundiendo noticias falsas, alejándola de los libros físicos y de la información que resguardan” (punto VI).

Pocos hogares más confortantes que los que hace una persona porque lo enuncia en plural. Según leo, la verdad es de quien escribe eso y de quienes se animen a seguirlo. También deja claro que es impreso o no será (disculpe usted tanto engaño mío). Y bueno, entre este punto y la censura digital que la CNDH logró pausar momentáneamente, vaya lío de bibliotecarios (y de profesores) que deben proporcionar material y textos por otras vías distintas al soporte físico del libro.

El bibliotecario, creo, no está para enseñar la verdad ni como el custodio de los libros. Es parte de una comunidad que habría de pensarse horizontal. Cada uno cumple un rol pero no se trata de que alguien dicte, recabe firmas y manifiesto listo, y hogar conformado.

Lo bonito de estar en casa es que puedo hablar y actuar o quedarme callado y escuchar nomás. Ser yo, pues. Lo mismo sucede en cada sitio al que puedo llamar hogar, tenga libros o no.

Hogar, dice Moliner, viene de fuego, es el lugar donde se enciende el fogón. El hogar fue ese grupo de personas que descubrieron el fuego, calentándose en torno a él mientras ensayaban su oralidad incipiente con historias reales o ficticias. Es el lugar cálido donde compartimos y nos comparten anécdotas o invenciones. Es la sala de los padres, la biblioteca, un abrazo.


Vocabulario

Manifiesto

1. Documento en que una persona, grupo o entidad hace públicos sus principios o intenciones, por ejemplo: manifiesto “que soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida”.

2. Realidad evidente, ya dicha: La poesía es fuego para los hogares.


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