Por Vladimir Villalobos López
“En estos días todo el viento del mundo sopla en tu dirección…
Hay de estos días terribles, asesinos del mundo.”
Silvio Rodríguez
El ser humano se adapta a todo, nos decían en la escuela mientras repasábamos las páginas del libro de biología, o de geografía tal vez. Nuestra capacidad de adaptación no es nueva, desde hace varios milenios permitió que se crearan asentamientos en lugares con climas y condiciones muy distintos. Pero esta capacidad no se ha limitado a tener que abrigarnos más o menos, ni a tener que comer maíz, trigo o arroz. Durante este año, por ejemplo, hemos tenido que dar otra muestra de cómo, a pesar de todo, logramos continuar aquí y sobrellevar las circunstancias.
En estos días hay que ingeniárselas y encontrar algo que nos mantenga con un pie en la normalidad viejita. Se vuelve importante no olvidar los abrazos, o cómo acompañar en el dolor y en la dicha; hay que tener presente también los eventos masivos, conciertos, manifestaciones, ferias, fiestas; incluso el momento a solas, la caminata sin rumbo, la reflexión de tianguis. Qué difícil es guardar la distancia adecuada sin caer en la frialdad, en el exceso higienizador, en la indiferencia hacia el otro. Habrá que procurar no olvidar cómo acercarnos y reconocernos.
Ya se ha dicho hasta el cansancio que la tecnología ofrece alternativas para casi todo: hay trabajos, fiestas, conciertos o clases; todo, lo que quieran, seguro ya se hizo por transmisión en vivo o videollamada. A falta de liga de futbol está el videojuego o la repetición, no podemos salir al puesto de tacos, pero hay repartidores dispuestos a llevar el pastor hasta nuestra puerta. Para los cinéfilos, hay servicios de streaming, para los lectores, epubs, y para los exploradores, Google Maps. Aunque sabemos que nada de esto remplaza a su versión viva, presencial, por más que nos adaptemos y repasemos la teoría de Darwin.
Mientras escribo esto suena una canción y pienso que esta virtualización de la vida, además de apuntar hacia una individualidad anticontagios, también funciona como un disparador de recuerdos. Escuchar esta canción me sirve para revivir el último concierto al que fui en el Zócalo, o los acetatos de mis papás, o Guerrero y los dolores que se acompañan, de alguna manera, en la distancia. Recuerdo a Óscar Chávez porque estuvo ahí ese día y porque falleció hace poco. Pienso también en su canción sobre Macondo y en que llegué tarde a aquella clase donde debía exponer sobre Ernesto Cardenal y, como castigo (ya tenía listos los nervios y el tema), tuve que hablar de la novela de García Márquez.
Adaptarse no sólo es aprender a vivir en un iglú, en una isla desierta o en una caótica ciudad, también es elegir qué conservamos dentro de nosotros y qué volvemos a vivir. Por salud mental y practicidad no lo recordamos todo el tiempo. Nos procuramos lo suficiente (bien o mal) para que este acto de revivir lo que ya fue sea selectivo y sólo nos devuelva algunas escenas en casos muy particulares, tratando de herirnos, otra vez, lo menos posible. Recuerdo que pasó X asunto, pero no recuerdo cómo me sentí en ese instante. ¿Qué de estos días tan parecidos entre sí hemos de recordar dentro de diez años?
Hace diez años estudiaba la licenciatura y recordaba que diez años atrás estaba en el primer año de la secundaria. En 2010 perdí dos libros de la biblioteca, recuerdo el coraje (me quedé dormido en el metro y se llevaron mi mochila) y la posterior emoción de pasear por la ciudad, de librería en librería, con el pretexto de reponer los libros. Pronto la emoción se volvió cansancio y después resignación. Se trataba de un texto de sociología de Manuel Gil Antón (entonces era mi profe y me ayudó a conseguir el ejemplar) y Octaedro, de Cortázar. Este último no lo encontré y tuve que reponerlo con otro similar del mismo autor, no recuerdo cuál fue.
Por otro lado, volviendo a esta enclaustrada realidad, hace un par de semanas perdí como veinte libros que almacenaba en la memoria de mi celular; no me emocionó la idea de recuperarlos, ni de buscarlos, salvo por el que escribió y me compartió una amiga. Me preocupaba más mi colección de stickers. En realidad, la sensación no puede compararse, jamás supe cómo se sentían, ni a qué olían, ni tenía una historia que los acompañara y le diera sentido a que yo los tuviera. ¿Cómo preservamos y fortalecemos nuestros afectos?, ¿cuáles serán nuestros aprendizajes significativos de todo esto?
Somos seres sociables y necesitamos compartir espacio y tiempo con los demás, aunque a algunos se nos dificulte. “Kidzania no es un parque y el mall no es una plaza, y ese celular a los amigos no remplaza”, dice Anita Tijoux y otra oleada de recuerdos me atraviesa. Entre todos le damos sentido a cada hecho. La memoria y los recuerdos por venir han de ser colectivos. Mientras descubrimos cómo mantenernos juntos sin que hacerlo signifique un riesgo para el otro, hay que sobrevivir y tratar de aprovechar las alternativas que la tecnología ofrece, más allá de sus deficiencias y limitaciones.
La normalidad que se avecina no debería ser una normalidad individual y aislante. No dejemos de significar los días con los otros, juntos. Por supuesto, eso implica necesariamente reconocer las desigualdades. Y entonces, casi todo lo que digo carece de sentido cuando volteo y veo a todas las familias que no pueden jugar a inscribirse a mil cursos o presenciar la transmisión en vivo del momento y que en realidad permanecen con ambos pies en la vieja normalidad, y encima son juzgadas por no quedarse en casa, aunque eso signifique privarse de una remuneración necesaria para la subsistencia. ¿Qué habrá de cambiar para que las normalidades no se sustenten en la muerte de otros? Habrá que recordar y crear, preguntar y adaptarnos sin resignación.
Imagen de Michal Jarmoluk en Pixabay
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