Compañeros de viaje

Compañeros de viaje

Por Roberto Feregrino

Los sentidos no olvidan: olores, sabores, climas, canciones, lugares, personas. Por alguna razón todo se amotina dentro de nosotros y se convierte en recuerdos, viajes a diversos sitios —algunos de ellos tristes y otros nostálgicos—, pero todos, en conjunto, nos conforman en este paso por la vida. Ahora que escribo esto, pienso en los amantes de los automóviles y la adrenalina que los inunda al subirse a uno para correrlo a gran velocidad; hablar entre colegas de motores, llantas, modelos o los pilotos más sobresalientes de la Fórmula Uno, y lo pienso porque me acuerdo de Patricio Ibarra, un amigo desde hace años, que hablaba de ello con tal pasión que no podías menos que interesarte. Los sentidos no olvidan a los amigos. La misma emoción siente el cinéfilo, el melómano o el botánico y, por supuesto, los que nos dedicamos a los libros: experimentamos una sensación de algarabía cuando encontramos alguna edición rara en una librería de ocasión; aquellos ejemplares que ya no se editan y terminaron olvidados en alguna de estas librerías que circundan la CDMX.

El escritor Bernardo Esquinca es sólo un ejemplo de tantos que gustan de las librerías de viejo. Él llegó de Guadalajara hace años y se instaló en el centro de la ciudad porque le sorprendió ver cómo en un mismo sitio convergen tantas y tan variadas personalidades: desde el indigente que pasea por las noches hurgando entre la basura algo que le pueda servir, hasta los jóvenes clasealta que asisten a la Terraza para convivir con sus amigos; pasando por la señora que va a comprar los polvos bóricos a la Farmacia París, o la familia que va a Mesones a surtir la lista de útiles para los niños; los músicos que se pasean por Bolívar para conseguir el amplificador, el bajo o las baquetas que necesitan para su banda. Calles memorables que todos todos hemos andado de noche, bajo el rayo de sol o en plena lluvia —20 de noviembre, Madero, Isabel La Católica, Carranza, República de Uruguay, Motolinía—, en las que podemos encontrar de todo: electrodomésticos, cantinas, comida, computadoras, el bonito regalo, el bonito detalle y claro, libros. En Inframundos, Esquinca describe esta maravilla de la siguiente manera: “Leandro pasó su infancia en el mismo local del que ahora se hacía cargo: la librería Inframundo en Donceles, esa calle que era el paraíso de los bibliófilos, de los cazadores de hallazgos”, y más adelante: “Las librerías de viejo de la calle de Donceles eran insondables, ya que, por más libros que se metieran en sus bodegas, éstas nunca se llenaban. Algunas contenían volúmenes mágicos o malditos que los libreros no se atrevían a vender.” La librería Inframundo existe en realidad. Bernardo es cliente frecuente de ese sitio y le funciona como pretexto para una historia de ficción en la que no deja de mencionar ese encanto que encuentra en ella.

Esos libros se aglutinan ahí, pacientes, en espera de ser vendidos al mejor postor. Rodrigo Salas Uribe cuenta que en 1916 se prohibió la venta de libros viejos por falta de higiene y posible contagio de alguna enfermedad; sin embargo, años más tarde, entre 1930 y 1960, hubo una edad de oro para este oficio bajo el liderazgo de José Vasconcelos. Ahora somos muchos los que gozamos con la sensación de adentrarnos en estas librerías, recorrerlas, mirar la cantidad de títulos que descansan entre los estantes, sentir su textura, apreciar la tipografía, tocarlos, olerlos, imaginar las peripecias que habrán padecido para llegar hasta ahí; le explicamos a nuestro acompañante la sorpresa de un título que nos sorprende o expresamos un “oh” de sorpresa para nuestros adentros por el encuentro afortunado con el amigo que llevaremos con nosotros. Es una experiencia hermosa —si me lo permiten—, una suerte de exploración a un mundo donde todo puede pasar; atesoramos esos instantes, como un encuentro casi místico con nosotros mismos mirando, entre lomo y lomo, esos libracos que han pertenecido a quién sabe quién en otro tiempo muy distante al que nos encontramos.

Fondo Blanco Editorial publicó el 5 de octubre en Rostros de la edición una entrevista muy ilustrativa con Vanessa López, escritora, editora y bibliófila por tradición familiar, y ahora por convicción. Ella, junto con Emmanuel García, emprendieron un proyecto desde 2016 al que nombraron La Duplicadora. ¿Qué es? Eso es lo interesante. Gracias al vínculo que Vanessa tuvo desde siempre con los libros de viejo, vio que en muchos casos únicamente existía un ejemplar, por lo que era muy difícil que éstos llegaran a más gente. Así que decidió “rescatar” aquellos libros que dejaron de editarse, brindándoles una segunda oportunidad de ser conocidos.

La Duplicadora se encarga de hacer libros de artista, bien logrados, artesanales y con nombres nada deleznables. Si nos interesa rastrearlos podemos seguir su trabajo en su cuenta de Instagram o Facebook. Por ejemplo, cuentan con el trabajo de Demián Flores, un artista oriundo de Oaxaca que es un referente indiscutible en el arte mexicano, quien colaboró junto con el poeta Mardonio Carballo un Insectario; un parangón de lo que hizo en Sed Jaguar con el poeta Antonio Calera Grobet para la editorial Bonobos en 2018: Flores ilustró los poemas de Calera; Demián ahora lo hace con Mardonio. Duplas que a veces nos seducen, nos atrincheran entre grabado y palabra; pintura y verso. Actualmente el taller tiene un proyecto con Magali Lara, una artista plástica mexicana de talla internacional. Es decir, no están haciendo cualquier cosa, hay una consciencia en el quehacer por el objeto, pero también por el trabajo de fondo.

Ahora no sólo tenemos la posibilidad de acceder a los libros que se editan a diario como novedades o en las librerías de ocasión (El laberinto, La murciélaga, Antigua Madero, Rinoceronte, El tomo suelto), sino también digitales. Tenemos un acceso tan amplio que a veces damos por sentado que existen en el momento y hora que sea. A pesar de todo, de que tantas editoriales y proyectos pululen por ahí (a veces sin ton ni son), ese objeto que llamamos libro se convierte en algo más que páginas con letras, adquiere la esencia de un ser con el que dialogamos entre notas y subrayados. A propósito de esto, Gonzalo Celorio describe, en un ensayo sobre Julio Cortázar incluido en Cánones subversivos, que accesó a la biblioteca personal de él y pudo consultar muchos ejemplares que otrora le pertenecieron al cronopio mayor. Encontró muchísimas anotaciones que hizo en los libros de Paz, Neruda, Lezama Lima, Vallejo, entre otros, y vio que en La nueva novela hispanoamericana, Carlos Fuentes dice que “Rayuela es a la prosa en español lo que Ulises es a la prosa en inglés” y Julio anota: “oh oh (rubor)”. 

No podemos pasar por alto ese diálogo con el libro, con el autor que se esconde entre líneas y sus ideas circundando nuestro presente, transformándolo irremediablemente para bien o para mal, según sea el caso. Los libros son compañeros de viaje metafórico y literal, capaces de provocar que nuestros sentidos se agudicen, nuestras ideas se transformen y que terminemos por confirmar ese viejo adagio de Heráclito: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”, o dicho de otro modo: “Nadie termina siendo el mismo después de haberse sumergido en un libro”.


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