Por Cisnette
“La librería no levanta”, me dicen, con ánimo decaído, al otro lado del teléfono. Era de esperarse. Desde que el plan de reapertura económica propuesto por el gobierno federal excluyó de su lista a las librerías, obsequiándoles un maravilloso sitio al lado de las sex shops, casinos y spas como parte de los negocios que podrían “quedar para después”, la industria editorial ha sufrido la asfixia, cada vez más agonizante, que le trae como consecuencia, entre otras, la intermitencia en la cadena del libro.
Quienes trabajábamos en oficinas puliendo los títulos y los contenidos que formarían parte de los planes de publicación de nuestras casas editoriales fuimos severamente sacudidos por una crisis sanitaria —y después económica— que nos ha obligado a replantear la producción, distribución y venta. Es cierto que la debacle de la industria ya se asomaba antes de que la desgracia pandémica llegara a las calles de este país, pero también es cierto que la alerta sanitaria dio el empujón frente al precipicio de la realidad.
Ahora que la limitada reapertura de las librerías ha dado algo de luz a todos los involucrados en la cadena de producción del libro, han surgido varios temas que vale la pena revisar para, acaso, entender el nuevo comportamiento y las dinámicas del mercado, así como para replantear los hábitos a los que nos encadenamos y que ahora nos tienen sumidos en una desgracia común. Temo que, más que una oleada de soluciones, se trata de un panorama de problemas.
Para nadie es una novedad que el mundo digital se impuso en el confinamiento al que nos sometimos. Las plataformas, las páginas web, los podcast y servicios de streaming se convirtieron, para muchos, en las alternativas de consumo de contenidos. Sin embargo, no todos supieron responder adecuadamente a estas nuevas demandas. Ante la premura de adaptarnos a las nuevas condiciones, las editoriales, con el stock detenido en los almacenes, ofrecieron sus contenidos en e-books, como si la experiencia de lectura para los usuarios fuera la misma al hojear un libro que desplazando el dedo sobre una pantalla. Naturalmente, el problema no se solucionó. Los almacenes siguen empolvándose y ahora tenemos contenidos duplicados que se han vendido poco.
Desde hace tiempo, los editores nos hemos hecho la mala jugada entre nosotros y hemos arrastrado a quienes intervienen en el mundo editorial. Atiborramos el mercado con contenidos que se pierden en el mar de ofertas mensuales “desechables” y ofertas que pueden ser verdaderamente trascendentes. Esto ha traído como consecuencia la deformación de los hábitos de lectura de los consumidores, de ahí que la exigencia de los lectores sea cada vez más baja. El libro, que apremiaba como el mayor elemento crítico, se convirtió sólo en un elemento de placer. Y, aunque una cosa no descarta a la otra —se puede motivar el sentido crítico con contenido finamente expresado en formatos y diseños agradables a la vista—, hemos preferido producir por el deleite reflejado en las ventas.
Así, habrá que replantear, primero, el papel del editor apelando a su aporte intelectual para que reencuentre los discursos de voces elaboradas que permitan a los libros dejar una huella productiva en el lector —tan necesaria en estos tiempos que claman por nuestra racionalidad como especie—, a la vez, tendrá que proponer nuevas formas de lectura. Traspasar un contenido impreso en digital no hará que la gente consuma más. Al cerebro humano le ha llevado años de evolución biológica adaptar funciones que permitan la decodificación de mensajes escritos en papel, es natural suponer que le llevará otro tanto adaptarse para comprender intrínsecamente los medios digitales. Ahora, sea por pandemias o por cambios de generación, somos más audiovisuales. Es tiempo de repensar qué y cómo estamos leyendo y re-conocer cuáles son las necesidades a satisfacer. Hacia dónde queremos orientar a los lectores y, con la enorme limitante económica que nos aqueja, ser más sensatos en la producción.
Por otro lado, ¡es mentira que en México no leemos! Nuestro problema es que las librerías no nos parecen igual de atractivas que un Starbucks, al que acudimos, entre otras cosas, a leer. Estamos acostumbrados, por convenciones sociales, a considerar a las librerías espacios de élite. Las hemos convertido en un campo (en la acepción bourdiana) que las aleja de las masas, acrecentando la idea de que “leer es para intelectuales”. Ese juego de hacerse los interesantes en un mundo de letrados les ha cerrado las puertas a estratos sociales que necesitan el provecho de un buen libro.
A lo anterior hay que añadir las fallas en la experiencia de lectura que las librerías transmiten a la sociedad, fallas que Amazon solucionó y que le han valido el éxito en el mercado: inmediatez, efectividad, comodidad y la certeza de que el consumidor encontrará lo que busca. Para las librerías no es tan sencillo llenar estos vacíos. En México no existe una ley de libro que les permita una sana competencia con los monopolios y con el Estado; no hay igualdad en las condiciones comerciales y, por consiguiente, es difícil que amplíen su oferta y sus espacios sin resentir los gastos.
Ya sabemos que la clave está en la oferta de libros, que debe ser suficiente (en número de ejemplares por título y en variedad de títulos), rápida (que las novedades estén al día) y económica (mismo precio en todas las librerías), si a ello sumamos la formación y la capacitación de los libreros, la organización de eventos para diferentes sectores sociales, descuentos especiales y una adecuada exhibición, la confianza de las personas hacia las librerías se fortalecerá y éstas se convertirán ya no en espacios de élite, sino en sitios de interés para más personas. Existirá una genuina voluntad de compra y, tal vez, se ayude a crear madurez lectora. Lo que no sabemos es cómo obtener los recursos.
Coincido con Héctor Pons en que todo esto es sólo una manifestación de buenas voluntades. Continuamos con el problema de que se produce más de lo que se vende, no hay espacios adecuados para la exhibición y no hemos propuesto nuevos modelos de lectura. Mientras esto siga así, seguiremos viendo a entrañables librerías cerrar sus puertas.
A pesar del panorama poco amable y de la imposición del medio digital, sabemos que el libro impreso, por fortuna, no desaparecerá, como pronosticaron algunos, pero sí verá mermada su circulación —durante el resto del año preferiremos pagar deudas antes que comprar libros—. Depende de quienes estamos en el medio mantener el interés de la gente en lo que proponemos, hacerlo de manera sensata, favoreciendo la madurez lectora de los usuarios. Por nuestro bien, y si queremos sobrevivir a ésta y otras crisis, más vale que dejemos de hacernos el juego sucio entre nosotros.
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