Por Cisnette
De nuevo amanece nublado. Hace frío. Ya se acerca el fin de año, el fin de este jodido año que, por circunstancias ajenas, se nos fue de las manos a todos. Algunos perdieron salud; otros, familia y amigos; los más, trabajo, y otros más desgraciados, todo. Qué jodidos son los amaneceres grises que nos privan de la luz, ésa a la que, en ocasiones, nos aferramos para iniciar, aun cuando “hay dos cosas que no podemos ver de frente: la muerte y el sol”.
Cierro las cortinas ante las primeras gotas de lluvia que resbalan por la ventana. No parece ser la hora que el reloj marca, pero de lo que no hay duda es de que ya es momento de comenzar el día. Me acomodo frente al escritorio y enciendo la computadora. Mientras espero, mi celular vibra. Es otro de los insistentes mensajes de uno de los autores destinados al fracaso, de esos que producen manuscritos que sólo cubrirán momentáneamente el capricho de un ego retorcido, incapaz de simpatizar incluso consigo mismo.
Ya sé que en ese mensaje encontraré la misma perorata de siempre: “¿Cómo vamos?, ¿qué novedades hay?, ¿qué sigue?, ¿cuándo saldrá el libro?”, y todos los cuestionamientos que denotan la poca comprensión sobre el mundo de los libros. Qué ganas de explicarle con todas sus palabras que atravesamos por una crisis que nos imposibilita publicar semejantes himnos al egoísmo, manuscritos que no le hablan a nadie más que al autor que, además, pretende adaptar el mercado a su obra y no viceversa. (Ruego por que haya una crisis permanente que impida en todo momento la publicación de textos así.)
Cuando estoy por teclear la primera letra para responder, en la computadora aparece la notificación de un nuevo correo. “Ella sí tiene el oficio”, pienso al ver que se trata de una de las autoras que si bien pregunta por el proceso, por los tiempos y otros detalles de la publicación, salta a la vista la parsimonia de sus palabras. Qué diferencia de autores, de contenidos, de procesos, de experiencias y de significados en sólo dos minutos. Las mismas diferencias que los editores percibimos desde etapas muy tempranas en la manufactura de libros, pero que, a fuerza de otras órdenes, debemos omitir.
Ante este panorama me pregunto por las necesidades de la edición, sobre todo ahora, con vistas a un nuevo año (y lo impredecible que pueda ser), en medio de crisis económicas, sociales y existencialistas. La ruptura de la rutina nos hizo buscar otras maneras de comercializar los productos para que llegaran a los consumidores. Me parece que, hablando de los libros, es poco lo que se ha obtenido en ganancias, y es que todos hemos tenido dificultades para encontrar, cambiar y adaptarnos a nuevos canales de venta, de producción y de innovación.
Moralmente, tendría que decir que la edición actual en México (y conservemos el énfasis en la palabra actual) es el resultado de visiones y evaluaciones acertadas de un grupo de profesionales que han entendido y conservado el compromiso social correspondiente de acuerdo con las necesidades de la época; lo cierto es que, salvo sus afortunadas excepciones, nos hemos fiado más de la suerte.
Antaño, los editores creaban conciencia social mediante sellos y colecciones. Buscaban y contrataban contenidos que movían, cual Quijote en turno, el deleite y el adoctrinamiento de las sociedades a las que se debían. En otras palabras, los editores eran observadores activos de conductas, en las cuales influían como autoridades morales e intelectuales. Tristemente, el capitalismo y la idea de que los libros tienen que competir con otros tipos de entretenimiento modificaron ese actuar creando una corriente que ahora nos arrastra a la incertidumbre, asfixiando hasta la muerte a algunas librerías, algunos sellos y uno que otro editor.
Desde antes de que nos azotara la crisis sanitaria actual, entre editores —ya lo dije en otro momento— nos hacíamos el juego sucio con el lanzamiento desmedido de ofertas literarias de las cuales sólo unas pocas eran dignas de publicación. Era una dinámica imperante que nos sumió en un círculo vicioso y a la que le debemos la caída del mercado. Ahora, con todo tipo de crisis sobre nuestros hombros, repetimos la fórmula: como las ventas cayeron estrepitosamente, aumentamos la oferta de títulos que no por ser muchos son mejores.
Desde hace un par de meses veo mis redes sociales inundadas de gente que ya lanzó su primer libro al mercado y veo también, con preocupación, que nunca se había escrito y publicado tanta banalidad. Sin duda, la nueva generación de editores ha tenido que adaptarse a las necesidades comerciales marcadas por los monopolios y otras empresas medianamente exitosas que le apuestan casi todo a la publicación de obras mediocres, domingueras y sin ningún provecho más que el consumo rápido.
Ante esta nueva crisis que estamos dejando pasar de largo y que debería preocuparnos más, es necesario preguntarnos (y replantearnos) qué significa ser editor. Para publicar cualquier esperpento literario sin virtud no se necesita una gran trayectoria, ni sentido crítico o de apreciación. Vamos, no se necesita tener el oficio. Basta con que nos pasen el contacto del autor de un manuscrito que esté medianamente bien redactado (y, a veces, ni siquiera eso) y sea del agrado de alguno de los directivos de las editoriales para lanzar al mercado obras que venderán dos o tres ejemplares, satisfarán el ego de los autores y morirán en la oscuridad de los almacenes hasta que tengan que destruirse para abrir espacio a otros esperpentos. O bien, basta con subirse al tren de la fórmula ya conocida: publica sólo bestsellers.
¿Durante cuánto tiempo las circunstancias nos permitirán sostener esta dinámica?, ¿por qué la generación de editores que pulula en México (muchos de los cuales no rebasan la treintena) no queremos arriesgarnos a la responsabilidad de cortar de tajo con esa directriz empresarial que ha hecho de la cultura un producto de consumo efímero?, ¿cuánta responsabilidad tenemos en la presente y futura creación de sociedades autómatas caprichosas, incapaces de contener, por su indisciplina, incredulidad y falta de análisis, un virus?, ¿cuánta responsabilidad tenemos de que mucha gente prefiera leer notas rápidas, breves, de dudosas fuentes antes que comprar un libro? ¿Por qué no nos apoyamos en los editores de la vieja escuela, de los cuales tenemos mucho que aprender?
Hacia dónde se dirigirá la profesionalización del editor y hasta dónde tendremos que involucrarnos y responsabilizarnos del sentido crítico y apreciativo de nuestra sociedad. Es cierto que debemos vender para conservar nuestros trabajos y para que las editoriales se sostengan, incluso si eso significa que para “ahorrar costos” haya que desempeñarnos en más de un puesto y ascender como todólogos editoriales (ya hablaré de esto en otro momento). También es cierto (y la gente que no participa internamente en la cadena del libro, así como los autores de manuscritos mediocres, deben saber) que no hay dinero para comprar derechos; no hay dinero para ofrecer jugosos anticipos; no hay dinero que alcance para desarrollar las campañas publicitarias con las que todos soñamos.
En estos meses se cancelaron las ferias habidas y por haber; las librerías no están comprando como solían hacerlo; nuestros clientes nos pagan a destiempo o incompleto, y, sobre todo, los lectores no están comprando. ¿De quién es la culpa? ¿A la gente no le gusta leer o somos nosotros, editores, los que perdimos (o nos hicieron perder) el toque para buscar, contratar y ofertar contenidos de buena calidad?, ¿nos limitaremos a ser sólo los intermediarios entre caprichos autorales y desatinos empresariales o tomaremos la rienda de la responsabilidad que alinee a autores mediocres y sociedades compulsivas y convulsas?
Ante la inmovilización a la que estamos sujetos por la crisis económica, replanteemos catálogos, dejemos de publicar al amigo, al conocido que no tiene oficio de escritor, dejemos de jugar al exquisito y acerquémonos más a las personas, disminuyamos costos de producción y distribución. Seamos más flexibles y empáticos ante las necesidades propias y ajenas.
Ojalá se tratara sólo de una solución de buenas voluntades. El problema es mayor. Como sea, sorteamos este año, pero el panorama de 2021, a reserva de las nuevas sorpresas que nos guarde 2020, no parece ser más amable. Por lo pronto, la lección más clara que hemos aprendido en estos meses es: Nos unimos o nos jodemos.
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