Por Cisnette
A Juan Guillermo López†
Pasó un día más. Pensaba en el tema sobre el que escribiría para hacer acto de presencia, de nuevo, en este lugar. Pensaba en ello, en las existencias humanas y su relación con el espacio, en las maneras en las que buscamos consolidarnos dentro de un pequeño universo que comunique a los otros y reafirme nuestra presencia en tiempos que creemos más inestables y desagradablemente sorpresivos.
Eché un vistazo a los libros que tengo en mi biblioteca. La variedad de la narrativa que elijo gira en torno a novelas y cuentos con temas de pérdidas, de desazón, relatos fantásticos, ominosos, que perturban el orden natural de las cosas dejando en crisis los ambientes y los nombres de quienes padecieron las circunstancias. Me pareció adecuado repasar esas líneas en estas fechas que rememoran nuestro encuentro con la muerte y con los temas que despiertan en nosotros inquietudes y miedos tan primitivos que no los creeríamos parte de la evolución.
Tristemente, en esta ocasión mi recorrido por las palabras y las ideas trabajadas por las plumas profesionales de las mentes creativas fue interrumpido. De inmediato abandoné la exploración de los mundos alternos para tratar de entender los designios de las fuerzas que nos gobiernan y que confirman el viejo dicho que escuchamos en este tipo de circunstancias: “Hay dos cosas que no puedes ver de frente: la muerte y el sol”.
Sin duda, describir a la muerte obedece a la experiencia común y lo hacemos por la necesidad de entenderla y, acaso, restar sus efectos. La acomodamos para que quepa en el espacio que queremos retratar, esa parte que, para nuestros fines, funciona. En ficción somos capaces de obligar al universo a que se comporte de acuerdo con nuestra voluntad para sentenciar el destino de las pequeñas construcciones individuales a las que llamamos personajes. Jugamos a ser pequeños dioses y, en esos instantes, gozamos de los beneficios que la omnisciencia, la omnipotencia y la omnipresencia ponen a nuestros pies.
El regreso a la realidad, fuera de esos mundos que construimos para cobijarnos, puede ser más cruel cuando somos nosotros los que quedamos sujetos a los movimientos de aquello que nos domina, ya sea azar, destino, casualidad, o, simplemente, vida.
Ayer 27 de octubre, en el marco del Día del Corrector de Estilo, muchas personas reconocieron la labor de esa profesión y celebraron que, a pesar de la crisis, el medio se mantuviera en actividad constante con un panorama alentador ante el siguiente año, pero fue pronto para anunciar algún atisbo de festejo. Las celebraciones enmudecieron al notificarse sobre el fallecimiento de un gran editor. ¡Qué pesadas se hacen las horas al intentar transcribir una ausencia!
Los espacios de esa casa, de aquella oficina, los pasos físicos que no volverán sobre sí ante el ir y venir del oficio transmutarán en una esencia con la que los deudos encontrarán —rogamos por ello— el sentido de una nueva manera de existir. Amén.
Es claro que las ausencias duelen y cargamos con ellas por el resto de nuestras vidas, porque es nuestra relación con los otros lo que nos confirma en el aquí y en el ahora. Sin embargo, la muerte de un editor se limita, por suerte, sólo al plano físico, y por ello, su esencia nunca se ausenta.
Juan Guillermo nos heredó un legado vastísimo de conocimiento que asomaba aun en las conversaciones más simples (y siempre cálidas) de las que era capaz. Su experiencia, compartida con quien estuvo dispuesto a escuchar, marcó los senderos por los que habrían de seguir las líneas editoriales de las empresas para las que trabajó, dejando para beneplácito de los allegados y de la sociedad en general libros que evidencian su pasión por la sabiduría.
Aún recuerdo sus exclamaciones en la oficina cuando leía, siempre atento al acontecer nacional, noticias que lo removían internamente. Aquel entrañable “¡Joder!” que exclamaba servía como preludio de análisis certeros que podían extenderse durante varios minutos en los que, con su voz grave, de esas voces que se saben aptas para enseñar, impartía lecciones, lo mismo de historia que de política, literatura, sociología, etc., siempre puesto a despertar en los otros la inquietud por saber más. Sus maneras de narrar simulaban las del paternalismo que nos contaba las historias de infancia que ahora forman parte de nosotros.
No todo era tema serio con él. También era un buen compañero de cotilleos en los que el intercambio de risas amenizaba incluso los ambientes de trabajo más sombríos y desalentadores. Nos recordaba siempre que teníamos un propósito, pero que de ningún modo estábamos obligados a permanecer más allá de lo que creyéramos conveniente. Siempre abogaba por la libertad de los demás.
Esa libertad que nos impulsaba nos mantuvo a su lado, aprendiendo sus formas de trabajo. Le gustaba saberse un hombre humilde, pero admirable, y nunca dudó en extender su mano y poner al servicio de quien lo necesitara las herramientas para emprender un nuevo proyecto, un nuevo libro, un nuevo sueño.
Ahora, leo con nostalgia parte de las palabras que me destinó en el último correo que recibí de él, hace apenas unos días. “Pobre de ti, qué pesadilla tenerme en la mente y el recuerdo” decía, como si de cualquier “Buenos días” se tratara, pero me quedo con la fortuna de sus enseñanzas, de sus consejos y de las anécdotas. Me quedo con saber que terminó sus días haciendo lo que más le gustaba, en el sitio que deseó y en el que le reconocieron su labor.
Lloramos su pérdida porque aún no somos capaces de ver la muerte física de frente, pero celebramos su presencia en todo lo que compartió con cada uno de nosotros, todo su tiempo y su paciencia, así como la extensa herencia literaria y cultural que nos ha legado recordándonos que, en realidad, un editor nunca muere.
Confío en que con el tiempo saldrá una pluma sensible, creativa y justa que retratará todo aquello que dejaste en nosotros. Que nos contará, como tú lo hubieras hecho, parte de tus andanzas, tus proezas; que hará saber a más personas que en esta Tierra hubo un ser humano increíble, cuyo desempeño, de proporciones infinitas, perdurará notablemente en la historia de este país. Confío en que, desde donde estés, seguirás con nosotros, dándonos lecciones para, de alguna manera, seguir tus pasos en el medio editorial y en la cultura mexicana.
Aquí, Juan Guillermo, te recordamos con el corazón y con ese latir no dejaremos de pedir justicia.
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