Por Cisnette
El cursor se mantiene intermitente en la pantalla mientras veo por la ventana que se ha sumado un muerto más, víctima de las circunstancias. Son pocas las personas que rodean a la familia. Algunos llegan con coronas fúnebres, otros descargan de los autos enseres que harán falta para los próximos días. Aunque los movimientos son discretos y se reducen los sonidos al mínimo, es imposible ignorar que la muerte ronda por estos lares.
Mi contemplación de la escena se interrumpe por la vibración del celular. Vuelvo la mirada al interior del dormitorio. “Que de salud, de ánimo y de dinero estén las cosas por lo menos estables. Por aquí, todo mal. Han fallecido amigos” reza parte del mensaje. En un instante me veo imposibilitada de actuar certeramente en dos eventos que tienen un común denominador que nos ha mantenido arrodillados: nuestra condición jodidamente mortal.
La imposibilidad de acompañar a los demás frente a la pérdida y de celebrar la ceremonia del último adiós de la manera tradicional me hace pensar en las palabras que, de alguna manera, podría expresar para procurar un poco de consuelo entre los deudos. Antes de comenzar a escribir, pienso en cómo, desde hace algunos meses, prescindimos de gestos, entonaciones, miradas, abrazos y sonrisas. Nuestro mundo se redujo a las palabras, a esos fonemas que creíamos dominar por la petulancia del estado que nos procurábamos entre los demás para demostrar (quién sabe para qué) que se estaba por encima del promedio en lectura, escritura y comprensión.
¿Cómo revelarles a los corazones destrozados de hijos, madres, amigos, vecinos, nietos, tantos sentimientos y afecciones en un discurso que sólo debe utilizar vocablos?, ¿cómo lograr que las palabras abracen por nosotros a aquellos que lo necesitan, con el peligro latente de que, tal vez, seamos nosotros quienes después lo necesitemos?, ¿cómo hacer que nos sientan más cercanos y presentes?
Pensaría que, en realidad, es muy sencillo abrir una página en blanco o arrancar una hoja y comenzar a escribir con las fórmulas de las interacciones sociales que ya nos sabemos de memoria: “Lamento mucho tu pérdida”, “Pronta resignación”, “Estamos contigo”, “Lo que necesites”, “No estás solo”, “Dios sabe lo que hace” y me detengo en una frase: “No hay palabras para momentos como éste”. Claro. Después de pronunciar una frase así solíamos estrechar la mano o envolver en un sentido abrazo a quienes transitaban por alguna etapa de dolor y lo acompañábamos en silencio. Nunca imaginamos que eso sería imposible en algún momento, y ahora aquí estamos, limitados a las palabras. Pocas veces pensamos en el después de una ausencia perpetua.
Como nunca, un virus nos mostró la debilidad de nuestra condición, al grado de reordenar y resignificar lo que somos y hacia dónde iremos. Sin saberlo, hubo una última salida al cine, una última reunión con los amigos, una última comida familiar, un último encuentro amoroso antes de dejar de vernos, de tocarnos y de sentirnos. No sólo hemos tenido que despedirnos de algunas costumbres, sino de los momentos que no volverán y de las personas que, por enfermedad o por rutina, se nos fueron de las manos. Incluso, nos hemos despedido, consciente o inconscientemente, de quienes fuimos antes del encierro. ¡Cuántos papeles hablarían de nosotros por escribir en ellos parte de lo que nos movía el corazón en aquellos momentos!
Hace días leí varios ejercicios de creación literaria de algunas personas. Fueron pocas las que escribieron para los demás. La mayoría escribió para sí misma, para darse a conocer, para externar sus temores más infantiles, sus preocupaciones, algunos reproches, y una que otra jugó con la incertidumbre. Un escalofrío me recorre al pensar que, de haber sido sus últimas palabras, no las dedicaron a alguien más que a sí mismas. Fue significativo descubrir que antes que leer a alguien más, necesitamos que nos lean; sin embargo, ¿en quién pensamos cuando escribimos?
Por alguna razón seguimos creyendo que queda tiempo y desperdiciamos nuestras palabras en lo que somos y en lo que significan para nosotros, desplazamos al necesitado de un discurso generoso. Qué amarga sensación darse cuenta de que es tarde ya para pronunciar ideas más humanas, empáticas, y que sólo nos queda ceñirnos a palabras de consuelo. Que es sólo eso lo que nos une con los demás.
Sin darme cuenta, he esbozado en una hoja arrugada algunas palabras de ánimo que sé que no entregaré ahora. Me preocupo por ordenar, incluir, eliminar, sustituir. Cuidar que no haya repeticiones, que las comas estén bien colocadas, que no asome la menor cacofonía, pero debería cuidar más que las personas no se vayan, que no olviden el sentimiento que provocan.
La muerte seguirá tocando a nuestra puerta, o a la puerta de al lado o a la del frente. El cursor seguirá apareciendo y desapareciendo en la pantalla en blanco. Las hojas seguirán siendo arrancadas. Las personas seguirán buscando las palabras adecuadas. Las despedidas seguirán al alba. El tiempo no detendrá su paso y marchitará lo que tenga que marchitar y reavivará lo que tenga que reavivar.
Ruego por que aquellos encuentros sean restablecidos, los mensajes sean respondidos y las llamadas sean contestadas. Ruego por que pensemos más en palabras de reencuentro que en palabras de despedida. En memoria de quienes ya no están entre nosotros y en honor de quienes queremos a nuestro lado.
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