Vladimir Villalobos López
Mientras volvía de las tortillas, me atravesó la idea de que aún no termino de dimensionar la edad que tengo. Me asomé al reflejo de una camioneta y me creí el mismo que cuando en casa me mandaban por tortillas —a veces al mercado de la esquina, a veces a cinco minutos de camino porque estaban mejores allá, ordenaba convencida mi mamá—. Claramente recuerdo haber pensado que, como dice la canción, es sólo una cuestión de actitud; pero bastó prestarme atención (los reflejos deforman) para reconocerme otro, empezando por la rodilla derecha, que me da lata desde hace días. Cochina actitud.
Ahora doy vueltas a los temas sobre los que tengo pendiente escribir y mi cuerpo también se pone a dar vueltas por el departamento. Finalmente, me siento en el mismo lugar de siempre y comienzo a teclear. Las piernas estiradas se cruzan después, la derecha empieza a agitarse como si le hiciera caballito a alguien (es un tic familiar). Trato de enderezar la espalda, pero basta la llegada de una idea para encorvarme sobre el teclado nuevamente.
Ahora que la normalidad consiste en permanecer enclaustrado tanto como sea posible, las articulaciones se malacostumbran al estatismo, mejor dicho, no se acostumbran, lo padecen. Prácticamente en este mismo asiento estudio, trabajo, tomo clases y como tres veces al día. También juego en esta silla, basta girarla hacia la televisión. Por supuesto, a veces intento cambiar de posición por otra más recomendable, pero cada actividad tiene claro cómo han de estar dispuestos los músculos para que resulte.
José Vasconcelos planteó que hay libros para ser leídos sentados y otros que ameritan ponernos de pie. Entre los segundos, aquellos que lo hacen “levantar como si de la tierra sacaran una fuerza, que nos empuja los talones…”, menciona a Platón, a Kant y a la música de Beethoven. No sé si le faltaban referentes editoriales o si, más bien, consideraba al compositor alemán semejante a cualquier texto literario (¿leería partituras?). Pienso mi coreografía lectora y me recuerdo haciendo malabares para poder leer en el metro, o comiendo a toda prisa para poder dedicar un rato de la hora reglamentaria a la novela sobre el corrector de estilo que se volvió sicario —se vuelve problemático no querer despegarse de un libro y, al mismo tiempo, no poder procurarse el tiempo y el espacio adecuados, como para siquiera pensar en decidir leer de pie o sentado.
Por otro lado, pienso en el cortazarense Herminio Martínez, quien en una entrevista afirmaba escribir sus poemas acostado, “como si fuera a comunicarme con los dioses. De rodillas o acostado, con una gran veneración. Sentado sólo leo las cosas de tipo académico. Estoy convencido de que una obra creativa es como el amor: hay que disfrutarlo acostado”. Transcribo la cita y cuido que no llegue a mis pies, ignorantes de que otro mundo, más amoroso y horizontal, es posible.
Estar encerrados no sólo nos recuerda la importancia del esparcimiento y la convivencia con los demás. No, nos demuestra que convivir no se reduce a intercambiar palabra y compartir un espacio. La convivencia es una coreografía de la que todos participamos, algunas son más o menos vistosas (no es lo mismo un salón de baile el fin de semana que Indios Verdes por la mañana), pero todas configuran el modo en que nos enfrentamos y presentamos al mundo. Los musicales son, entonces, la exageración de esta coreografía que todos desempeñamos, incluso sentados, mientras escribimos o leemos (y se podría ir más allá y pensar en el ritmo y la musicalidad de nuestro día a día). Supongo que los bailarines estarán más concientes de esto (Susan Leigh Foster tiene un ensayo al respecto: “Coreografiar la historia”).
Hace unos días alguien contaba su experiencia de salir a caminar con sus amigos por las calles de Guanajuato después de haber estado en casa tanto tiempo. Contaba que, además de agradable, la caminata resultó divertida, pues parecían estar aprendiendo a caminar de nuevo porque chocaban con otras personas, como si la percepción espacial necesitara ajustarse, habituarse de nuevo. Así como se lee de pie o sentado, también día a día nos entrenamos para bailar con los otros sin pisotones, para andar sin caídas (o al menos para caer con estilo).
Me tallo los ojos y me quito las lagañas. Ya es la 1:11. Durante mi último trabajo en oficina, mis ojos adoptaron la necesidad de gotas para lubricarse y tolerar la resequedad que ocasionan los monitores. ¿Qué coreografías tuvo que practicar mi abuelita para que su postura sea la que tiene hoy y no otra, para sonreír como lo hace? ¿Qué marcas nos acompañan y cuáles estamos creando apenas, y con sana distancia? ¿Qué lluvias presagiarán nuestras rodillas derechas?
Vocabulario
Cuerpo
1. Porción de materia que ocupa un espacio determinado: “Cuerpos tumbados bajo ningún instante”.
2. Colectividad dotada de alguna cualidad.
3. Sexagésimo día después del domingo de Resurrección, que es jueves: “El corpus del deseo, del recibimiento”.
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