Por Vladimir Villalobos López
Debió ser en el verano del 97 (¿o del 98?) la primera y única vez que asistí a un campamento. Aunque denominarlo campamento es mucho decir; el día de acampar fue lluvioso, la fogata consistió en una pila de linternas y, en lugar de tiendas de campaña, utilizamos los dormitorios de siempre para descansar. Yo iba en cuarto de primaria y Eric, mi hermano con el que fui al campamento, en segundo. Allá conocimos a un niño que se sabía el Star Fox 64 y el Mario Kart (también 64) de memoria y nos hablaba de ellos, también a unos gemelos que habían inventado su propio lenguaje.
Ahora, lejos de estar en contacto con la naturaleza, me cubro y trato de evitar esta naturaleza que nos está enfermando. Me gustaría decir que es poca cosa, como tanto dicen, pero conozco a muchas personas que han perdido a un ser querido (o su trabajo, o alguna oportunidad que tenían planeada tiempo atrás) como para reírme, hablar de estrategias que de pronto son intrascendentes o discutir sobre los que salimos o no de casa. Habrá que seguir cuidándonos entre todos.
Entonces, ahora que la computadora es mi acceso principal al mundo y mi escape de la realidad, me he encontrado, cada vez que la enciendo, con un aviso sobre la pronta desaparición de Flash (un software de Adobe que se utiliza para reproducir contenido multimedia). Parece que desde hace un par de años la tenía sentenciada, pero ahora sí, en cuanto este curioso año se vaya a donde van los calendarios viejos, se llevará consigo a Flash.
Mi memoria dice que fue también en el 98 cuando conocí Internet por primera vez. Tenía diez años, mi papá trabajaba en Poza Rica, Veracruz, y pasamos una temporada allá. El calor era implacable, el departamento al que llegamos parecía cementerio de cucarachas cuando llegamos y en la televisión veíamos El jardín secreto y Sandybell. Fue en la oficina de mi papá donde, tras el largo y rítmico proceso de conexión, tecleamos el tema de nuestro interés en el buscador Altavista. Poco a poco, como por capas, un sitio sobre Los Simpson se mostró ante nosotros. Por visitas de mis primas y cuestiones que no recuerdo, visitamos El Tajín al menos tres veces, y estoy casi seguro de que mis hermanos y yo recordamos más cómo el sitio de Los Simpson se mostró ante nosotros.
En aquellos años, Flash era Macromedia, según yo, y desde entonces muchos juegos y sitios interactivos utilizaban Flash. Dicen que resultó ser muy vulnerable y por eso ahora le dan cuello. Ni modo. Sin embargo, resulta inevitable pensar qué será de todos esos sitios, de todos esos juegos y de aquellas aplicaciones que utilizan Flash para existir. Ya hay algunos sitios en los que se está haciendo un respaldo de juegos, pero, aun así, sin duda, se perderá mucho y quizá para siempre.
De entre todo lo que quizá se pierda, viene a mi mente A Duck has an Adventure, creado por Daniel Merlin Goodbrey en 2012. Según su autor, se trata de un hipercómic, de un juego de aventura. El lector se adentra en el viaje de un pato que, viñeta a viñeta, debe elegir su destino. Así, uno puede mandar al pato rumbo a una aventura amorosa (de esas que no suelen terminar bien, ni para los patos) o a una misión de pesca con claras referencias a Ernest Hemingway. De este modo, el lector, como en aquellos libros de “elija su propia aventura”, o como en la película Bandersnacht, de Black Mirror, para los chavos, elige de entre una serie de alternativas que inciden directamente en el devenir del patito (son 16 finales alternativos). En fin, les recomiendo echarle un ojo y aventurarse con el pato antes de que resulte imposible.
Curiosamente, de aquel campamento recuerdo a los gemelos y su lenguaje, al niño fan de Nintendo, a la niña que me quitaba el sueño y a uno de los instructores que me hizo fan de las Panteras de Carolina, pero sobre las actividades del campamento, en sí, mis recuerdos son más bien vagos. Supongo que Eric recuerda más que yo, tal vez no. En casa de mis papás, de cualquier forma, hay un registro de aquellos días. Junto con el paquete del campamento sin acampar iba incluida una grabación con los mejores momentos de nuestra estancia durante aquellos días. Lástima que la grabación la entregaran en formato Beta.
Ni hablar, la obsolescencia tecnológica parece algo inevitable y cada vez ocurre más rápido (aunque también hay colectivos que buscan alternativas para todas esas máquinas y programas que el capitalismo condena al basurero demasiado pronto). En ocasiones no queda más que apelar a la memoria, individual o colectiva, y tratar de revivir aquellas aventuras pasadas, hoy las que tuve con mi hermano en ese campamento, o el día en que conocí Internet, mañana sobre aquellas en las que participamos guiando a un pato, por ejemplo, o cualquier otra. Seguro nos sobran ejemplos de actos que hoy, en la distancia y tras el paso del tiempo, resultan casi increíbles, como usar aquel teléfono de discado análogo para hablar con mi abue Leo en su cumpleaños.
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