Por Cisnette
“Y ya que a ti no llega mi voz ruda,
óyeme sordo, pues me quejo muda.”
Sor Juana Inés de la Cruz
Llegó el momento de despedir el año, y esta vez la nostalgia manifiesta es inevitable, tal vez por todo lo que no fue; porque, a pesar de los mensajes de ánimo, lo que viene puede no ser tan bueno como lo esperamos; tal vez porque todo sucedió distinto o, simplemente, porque hubo pérdidas irreparables. Y aun con todo lo que hemos arrastrado, 2020 parece hacer su último esfuerzo por llevarse consigo todo aquello que aún puede quitarnos, empezando por el calor que, a pesar de sabernos en tiempos no buenos para el Astro Rey, ha desaparecido repentinamente, haciendo más azules las ausencias y anulando el buen ánimo para una despedida decente. Sin embargo, hay que intentarlo.
Es invierno, fin de año y de nuevo frente a mí hay una pantalla con una página en blanco y un cursor intermitente. La presencia del mismo problema de siempre para empezar a escribir insinúa que fue poco lo conseguido, a pesar de los esfuerzos, a la hora de ordenar la mente y sincronizarla con la velocidad de las manos que escriben para crear líneas que transmitan un mensaje inteligente y que, además, suene lindo, de suerte que recompense el tiempo de quien se toma la molestia de leer, al otro lado de la pantalla. Mal. Una disciplina que no se convirtió en hábito y que me tiene aquí, de nuevo, en el disgusto de no saber por dónde empezar.
¡Qué poco espacio para escribir cuando las ausencias son la única certeza! Ninguna línea es suficiente frente a un destinatario que escapó de nuestras manos o que simplemente se encuentra más allá del entendimiento de su partida, sin embargo, queda el intento de procurar que el mensaje llegue; y esa vaga ilusión nos hace cuidar cada palabra y su relación con las demás, tratamos de que sean claras y emotivas; que sean de uso común y que, al mismo tiempo, transmitan con precisión lo que queremos expresar para, al final, recrearnos, con todo lo que somos, entre párrafos, en un conjunto para el que ya hemos elegido unos ojos a los que dedicamos ciertas palabras, esperando que éstas dejen algún rastro de nuestra presencia que, distante y en un esfuerzo a veces inútil, murmura un débil «¡Aquí sigo!».
Y es en la búsqueda de esos ojos que vuelvo a convertirme en una niña que repite la plana una y otra vez, escribiendo y borrando, rompiendo la hoja por las marcas exageradas de los trazos que me obligan a arrancarla y empezar de nuevo. Y pasan las horas y la hoja sigue en blanco, con un cursor incansable que a veces abre paso a unas cuantas vocales y consonantes que al cabo de un rato habrán de desaparecer de la pantalla, porque en esta vida siempre hay cambios por hacer, comas que quitar, palabras que sustituir, ideas por mejorar, silencios que proyectar.
Lo primero por lo que nos identificamos en un conjunto de relaciones es por nuestras palabras y los referentes en torno a ellas: los diálogos que memorizamos, los libros que leemos, las canciones que dedicamos, las historias que contamos. Por eso el discurso escrito, al ser más meditado, se convierte en un refugio endeble que ha de desbaratarse frente a una idea, un lugar común o una frase que alguien (ese otro al que queremos llegar) sabrá reconocer de nosotros aun cuando no firmemos aquello que escribimos.
Poco puede hacerse ante las palabras, la necesidad de contar y las maneras en las que esto influye en nuestra relación con los demás. Hasta aquí llevo varias líneas tratando de hilar un discurso que tiene un destino fijo al cual definitivamente no llegaré y tal vez por eso no he logrado concretar ideas, lo mismo por insegura que por la cantidad de cosas que me gustaría contar. Aunque de igual manera no sabría por dónde empezar si los ojos a los que me dirijo estuvieran frente a mí.
Han pasado cosas en la ausencia, como sólo pasan cuando no hay nadie más para verlas, y pienso en cómo las hubiera contado de no ser por la intermediación de los caminos bifurcados. Ahora, ante el frío de la distancia, reconsidero si de verdad merece ser contado aquello que no sobrevivirá al abismo de las cosas sin importancia. En una mente racional diría que no, pero en la mano del sentimiento hay por dónde empezar.
No puedo dejar de pensar en las infinitas cartas entre Rulfo y su adorada Clara, cartas tan llenas de sentimiento como de literatura, haciendo de cualquier tema un pre-texto que anulaba las distancias, alargando las horas en espera de las respuestas. Qué esperanzas de que letras así sigan vivas:
“Yo me he portado bien. No me he emborrachado y siempre que se trata de caminar camino derecho. No he dicho sino unas cuantas malas palabras; la gente con quien estoy no se presta para decir malas palabras. He tenido malos pensamientos, pero poquitos. He dicho una que otra mentira, pero a gentes con quienes no tenía ganas de platicar. Tú me has hecho mucha falta… me sigues haciendo falta… me seguirás haciendo falta.”[1]
Acá los malos pensamientos también rondan, por eso el inconveniente de escribir en un estado de ausencias, por eso el inconveniente de una era digital que nos ha distanciado y reducido a unas cuantas líneas que los algoritmos se encargarán de perder entre millones de líneas más, en épocas en las que a todos nos ha tocado perder. Por eso creo en la importancia de decidir qué merece la pena contar, y ésa es la condena a la que me he encadenado. ¿Y luego? Y luego nada. Seguiré escribiendo, borrando y arrancando hojas a una ausencia, valiéndome, por ahora, de viejos versos de oro que, como nunca, se ciñen a lo poco que queda: «Óyeme con los ojos, ya que están distantes los oídos».
Lo mío no es escribir, pero confío en que pronto volveremos a un cara a cara en el que, de todos modos, las palabras serán insuficientes. Por lo pronto, atino a que estas líneas lleguen a esos ojos, sepan que les escribo y manifiesten lo que sólo entendemos aquellos que ya no nos decimos nada.
[1] Cartas a Clara, prólogo, edición y notas de Alberto Vital, México, Editorial RM y Fundación Juan Rulfo, 2017, p. 48.
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