Por Cisnette
Hace muy poquitos días, llegó a mis manos un libro de Javier Marías, en el marco de su siguiente lanzamiento literario, en marzo de este año. Confieso que esperaba con ansias la llegada del paquete que, por cosas de logística y para aumentar la emoción, se retrasó en su viaje desde la salida de los almacenes hasta la puerta de mi casa. El sobre que contenía el libro me sorprendió por su tamaño, era más grande de lo que había pensado, y es que el libro también lo era: 544 páginas de historia. Vaya.
Por fin tenía ante mí (gracias a Amazon y no a las librerías, debo decir) el libro que ya me era familiar por su ausencia en mi librero. Como una niña que desenvuelve un regalo, retiré el retractilado al tiempo en que un cosquilleo recorría mis manos: no veía el momento de ojear el libro, reconocer la tipografía, los márgenes, el tipo de papel, el peso, la mancha tipográfica, etc. (bondades y experiencias de lectura que el libro digital jamás sustituirá, pero ése es otro debate que le toca a Luis Carlos. Lean sus columnas). En fin, comencé a leer a Marías con la emoción de quien empieza un proyecto nuevo prometedor.
Iniciada la lectura, dejó de pasar el tiempo para mí y sólo existía una certeza: continuar. Pronto reconocí la voz narrativa del autor, pronto asocié otras novelas suyas con la nueva historia que tenía en manos, pronto reconocí atmósferas y finas digresiones y pronto supe (aunque nunca lo dudé) que era él, el Marías de siempre y que, sin embargo, guardaba sorpresas gratas. Javier Marías dista mucho de la narrativa que supimos aprendernos de memoria, por su repetición, por sus personajes, por sus lugares y, acaso, por ser vaga y a veces aburridamente lo mismo, siempre… y que hasta la fecha seguimos tachando de inalcanzables, como Gabriel García Márquez. Ya debatiremos esto en otra ocasión.
Desde las primeras páginas me adentré en la conexión de un discurso y un universo metalingüísticos que emulaban un encuentro (tan escaso en estos tiempos) entre el autor y el lector, como dos amigos que se conocen la vida, las anécdotas y los pesares, un encuentro en el que lo no dicho es parte fundamental de esa comunicación. De pronto, interrumpí mi lectura porque en mi mente resonó una pregunta que ya he dialogado con algunos amigos y colegas, una pregunta que, profesionalmente, siempre defiendo y que trato de mantener en uno de los tantos focos de debate: ¿Admiras al autor o al editor? La respuesta, para muchos y de manera irrefutable, es: al editor.
En la posición de lector, que es más amable, aunque no menos curiosa que la del editor, es difícil preguntarse (si acaso se interesa en ello) por las fallas de quienes creemos tocados por la gracia de Shakespeare o de Cervantes. Cuesta trabajo imaginar que nuestros autores predilectos puedan tener problemas para concretar una idea por escrito, problemas de anfibologías, repeticiones, problemas de estructuras narrativas o, incluso, incoherencias en sus manuscritos y hasta faltas de ortografía. ¿Vale la pena detenerse a pensar un momento en esos “detalles” previos a la consolidación impresa de un libro? Rotundamente, tendría que decir que sí, pero lo cierto es que a la mayoría de los lectores (como yo ahora) le interesa las bondades de las obras, para disfrutarlas, reconocerlas, debatirlas, crear cánones y corrientes literarias y ya está. No interesa nada de lo que haya estado detrás de la preparación de los libros que llegan a nuestras manos. Bien, pues para lograr todos esos efectos, así como la perdurabilidad de la obra, es necesario un editor… un buen editor. Sin embargo, parece que el tema está perdido.
Hace una semana escuché en las clases de una universidad pública mexicana de gran prestigio, con un reconocido maestro de literatura, que se sigue defendiendo la muerte del autor propuesta por Roland Barthes. Desde luego, es una idea que no sólo prevalece en las aulas, sino fuera de ellas. En mis años de juventud escolar, naturalmente, me habría unido a esa postura con singular alegría, pero ahora que la vida ha hecho lo propio, me detengo a pensar en ello y… me parece que defienden no sólo la muerte del autor, sino también la muerte del editor (la masacre), que no se hacen uno sin el otro.
Desde luego, las ideas de Marías no son sólo suyas. Coincido con que todos somos hijos de nuestros tiempos y de nuestras circunstancias, de nuestras influencias y de nuestras perspectivas, pero temo que esa corriente literaria descuidó uno de los ejes de la producción de ideas para entenderlas: todo lo que acompaña al discurso final que ha de ser independiente del autor, como lo sugiere. Sí, algo de teoría de la recepción.
Es cierto que la escritura no es un proceso fijo que pertenezca a un individuo (al que a la teoría le molesta reconocer por su nombre), pero también es cierto, y no me dejarán mentir, que un nombre (el del autor) nos dice mucho de su escritura y de lo que podemos esperar de él. Ni escrituras ni pensamientos son fijos, no tienen un autor único, sin embargo, debería importarnos no sólo el qué (el pensamiento), el quién (el autor, su perspectiva y su experiencia, para entender desde dónde se enuncia), sino el cómo (el libro, el cuidado y la presentación del discurso). Y, de alguna manera, creo que sí nos importa, sólo que no hemos querido debatirlo abiertamente. ¿No hemos asociado los nombres de grandes editoriales como sinónimo de calidad, lo que les permite convertirse en una marca?, ¿no es eso reconocer una autoría en un texto?
Podrá debatírseme que la teoría se refiere sólo a quien “crea” las ideas, es decir, al autor que escribe, pero ahí hay otro problema: consideramos que sólo quien escribe es el autor (a pesar de que se apela a las diversas lecturas interpretativas de quien recibe el texto, convirtiéndose también en autor) y nos quedamos con las palabras que forman su discurso (ya escucho el caminar cercano de Foucault). De acuerdo, sólo que la mente es una y la escritura es otra, y estamos hablando de libros, por eso me parece que el editor debería considerarse un segundo autor de las obras que leemos. ¿Es un sinsentido? Es un debate tan viejo como actual, pues Cervantes lo representó con Cide Hamete Benengeli en El Quijote (1605).
Es el editor quien, con ojo crítico, reconoce las bondades y las gracias de una obra cuando ésta se encuentra en su etapa inicial; es el editor quien contrata la obra; es quien, estratégicamente, planea el lanzamiento de los libros que esperamos. Sabe reconocer el momento oportuno; es quien decide los formatos, los sellos, las colecciones, las tipografías, el papel y todo aquello que asociamos con un autor. Es quien nos libera de las fallas humanas (entiéndase de escritura) de nuestros escritores, y es a ellos a quienes debemos el cuidado de discursos estructurados, legibles y disfrutables (incluso como segunda opinión, si se quiere ver así). Sin los editores, los manuscritos no se habrían convertido en libros. ¿Le quito méritos al autor? De ningún modo, pues es evidente que sin su pensamiento, sin sus ideas, que recoge de su alrededor, no habría razón de ser de las editoriales. Es quien aporta la materia prima, pero es el editor quien la convierte en el producto deseado. Muchos dirán que sí, pero que es el lector el de mayor impacto en la cadena del libro. Seguro, sin embargo, éste leerá lo que el autor y el editor quieren que lea, y, recordemos, muchos lectores consumen nombres (sea el del autor o el de la editorial).
Alguna vez escuché que leer con ojos de editor es joder la actividad lectora, porque los libros no se disfrutan igual que lo haría un lector promedio. Es cierto. Y ahora, para un solo nivel de lectura, la más simple, debo desechar todo este debate para disfrutar el libro de Marías, mientras espero con ansiedad que el siguiente ya esté disponible en librerías o en Amazon. No sé qué problemas de escritura tenga el autor. Es posible que no tenga ninguno, pues él mismo es editor y un innegable hombre de letras. No lo sé y no quiero saberlo. Pero vaya mi sincero agradecimiento a su editor (o editores; héroes sin capa), sin cuyo trabajo uno no desearía la llegada de nuevos libros.
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