Por David Salvador Rubio Esquivel
Mi postura con las librerías de viejo es romántica, tanto que ha llegado el punto en que, para volver a ellas, busco imágenes de sus interiores en Google; algunas de las que tengo más y mejores recuerdos ya ni siquiera existen: “La metamorfosis”, ubicada a unos cuantos pasos de una de las salidas del metro Hidalgo; otra ubicada en Donceles 5, cuyo local ha quedado abandonado y de cuyo nombre no me acuerdo en este momento; “Hermanos de la hoja”, que, tristemente, ha echado cortinas abajo para siempre a causa de la pandemia… La lista es inmensa, y las pérdidas, más de las que podría recordar en este momento en que mi cerebro se halla fatigado debido a la terrible cantidad de cosas, pero, sobre todo, de personas perdidas en estos días en que la muerte se pasea libremente blandiendo su guadaña, empecinada en no permitirnos renovar una vida que debe ser ingerida casi a la fuerza, entre encierros, lamentos y preocupaciones.
Extraño las librerías, tanto que a veces me meto a curiosear en el Instagram del ensayista y novelista Jorge Carrión para ver si ha subido nuevas fotos de librerías, una de sus grandes pasiones, como ya lo ha dejado claro en sus ensayos Librerías (Anagrama, 2013) y Contra Amazon (Galaxia Gutenberg, 2019). Para Carrión, la misión parece clara: defender estos recintos, estos bastiones del conocimiento, es algo que no solamente merece la pena, sino que debería ser una parte fundamental de la vida humana. Sin embargo, aunque válida, la confrontación y los señalamientos en contra del mercado digital que expone son insuficientes para destruir una industria que ha crecido a niveles estratosféricos dentro de la presente pandemia, y que, posiblemente, lo seguirá haciendo en los siguientes años. Vista en perspectiva, la afronta de Carrión, como la de mucha gente dentro del medio de las librerías físicas, es la misma que la del Quijote contra los molinos de viento: algo que da una falsa impresión de poder ser derrotado porque, lamentablemente, el molino ni siquiera se percata de lo que está haciendo el Quijote; su intento por encaminar a un cambio es aguerrido, pero su enemigo no es una entidad sentimental (para una muestra de ácida ironía, bastará que busquen Contra Amazon en la página de Amazon para ver que, como es de esperarse, el libro está a la venta allí, como la enorme mayoría de los libros disponibles en el mercado).
Ahora que muchas cosas parecen perdidas, las propias librerías son las que intentan dirigir sus esfuerzos a mitigar su desaparición experimentando, o bien intentando competir dentro de un mercado digital que han insistido en ir perfeccionando sobre la marcha. Hablar de lo que han hecho bien o mal no me corresponde, primero porque para hacer una evaluación de ese tipo necesitaría estudiar a fondo lo que está ocurriendo en el mundo librero, y segundo porque posiblemente tendría que generar un análisis estadístico para el que no tengo herramientas, tiempo ni ganas de hacer. Lo que sí se puede inferir es que las librerías de cadena se han ido fortaleciendo poco a poco en el aspecto digital; algo que no se puede decir de las de viejo, cuyos medios de entrega son, en muchas ocasiones, mucho más rudimentarios y románticos, al punto que no pueden —o no quieren— abastecer a su clientela. La vieja escuela, recelosa de sus conocimientos o del tiempo que lleva en el mundo librero, no permite que otros les otorguen herramientas para escalar su negocio; más que una lucha, se trata de una defensa por las tradiciones y costumbres que, si se me permite decirlo, es muy válida, pero insostenible en el mundo como lo estamos experimentando actualmente.
Cuando en 2019 dejé la labor en librerías para integrarme al trabajo en editorial, nunca pensé que ocurriría algo como lo que estamos viviendo actualmente; de hecho, al decidir cambiar de rol de trabajo eché toda la carne al asador, como se dice coloquialmente. Aun cuando fui advertido de que mi permanencia dentro de la editorial no era segura, y que mi adaptabilidad al nuevo puesto sería evaluada antes de poder estrechar la mano de mi jefa directa para darme la bienvenida oficial al equipo, la intuición me dijo que no volvería a tener esa oportunidad después; era un ahora o nunca firme y decisivo, que pondría a prueba los siete años que pasé evolucionando en puestos de trabajo dentro de librerías. No me arrepiento de mi decisión, menos aun cuando el mercado del libro parece estar cambiando a pasos agigantados, y el retumbar de su evolución amenaza con desaparecer la figura del librero, a tal punto que ya mucha gente de la vieja guardia ha ido abandonando un trabajo que cada vez parece estar peor pagado.
Se sobrentiende que la realidad es dura y que, al menos por un tiempo, lo seguirá siendo, pero, en el mundo pospandemia, ¿qué tipo de personajes atenderán las librerías? La fuga de cerebros es una realidad. En el peor de los escenarios que he imaginado, un robot con voz de Alexa y mirada vacía será el que nos diga: “Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar?”.
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