Por Cisnette
“El día en que los latinoamericanos tuvieran que ver algo en la actividad editorial de España, la cultura de España y la de todos los países de habla española ‘se volvería una cena de negros’”, fue lo último que leí antes de interrumpir mi lectura. “¡Qué putada!”, le habría respondido a Ortega y Gasset —para no desentonar— de haber estado frente a él en ese momento. Por suerte, Cosío Villegas fue más diplomático de lo que yo hubiera sido al narrar esto.
Tras el mal rato que pasé después de leer aquellas palabras, mientras desmoronaba parte de la imagen de quien se admiraba por tanto en la universidad, me llegó un mensaje: “¿Ya viste lo que publicaron en el periódico?”. No sabía de qué me hablaban, pero me apresuré a ver aquellas páginas españolas. Leo la nota: “Se trata de una traducción mexicana un poco incómoda, aunque algunas soluciones sean razonables. Con todo, la extrañeza que provocan los mexicanismos […]”. Volví a interrumpir la lectura. Venga, ya. ¡A tomar por culo!, dirían ellos.
Suficiente para un solo día. Aquellas palabras no dejaban de resonar en mi mente. La extrañeza que provocan los mexicanismos. Intenté tranquilizar a mi emperador azteca interno. Repasé el trabajo que hice en aquel libro al que se referían. No hay un solo mexicanismo. Aunque, para enfado de Hernán Cortés y de sus súbditos posmodernos, sí habíamos rastreado y eliminado aquellos españolismos, por demás abundantes, que, para este país de corazón conquistado, sonarían ajenos, en un discurso que, además, no le correspondía a México ni a España —se trataba de una traducción del inglés—. ¿Ésa era la molestia de los españoles? (Sí, señores de la RAE, con el demostrativo acentuado).
A los pocos días, derivado de aquella nota periodística, un medio mexicano me llamó para hablar al respecto. Preguntaron por el oficio de editor y las tareas de corregir las traducciones. Aduje que, al tratarse de un idioma que no era nuestro, lo que hicimos fue adaptar el discurso al público al que nos dirigimos, con miras a que el libro rebasara fronteras, es decir, cuidamos que el español fuera neutral, para no causar incomodidades entre quienes nos leen. “Más allá del comercio del producto editorial, es respeto al lector”. Change my mind.
Repasé en mi mente la cantidad de veces que, en México, hemos consumido libros, sea por gusto o por obligación académica, que no parecen pensados para nosotros por la extrañeza de los españolismos, aun cuando el idioma original no era el español ibérico. Libros que, invariablemente, por no haber más, acaban en nuestras manos. Ahora, del otro lado del mundo, un periódico se quejaba por la extrañeza ante “lo mexicano”, como si de algo desconocido se tratara. El deseo es que México contenga su identidad discursiva porque a los españoles les molesta, pero, al mismo tiempo, importan contenidos que defienden con espada su castellanización.
¿Parece un debate irracional y estéril que defienda el uso de un discurso sobre otro? El trabajo editorial es un compromiso social. Cada publicación encuentra a sus lectores mediante la tipografía, el formato, el diseño de portada y, por supuesto, mediante el texto. No hay elecciones al azar. En cada libro convergen diversas habilidades profesionales que generan un todo discursivo para agradar al lector e impactar —por entretenimiento o información— en el contexto en el que se inserta. ¿Por qué echar a perder esos discursos con necedades colonizadoras propias del siglo XVI? Necedades que, deberían saberlo, repercuten negativamente en las ventas.
Este debate, de ningún modo, es nuevo. En 1941 Borges lo evidenció en “Las alarmas del doctor Américo Castro”. En aquella crítica —¡cómo olvidarla!—, el célebre autor argentino señala, cuestiona y rebate al filólogo español que pretendió, más allá de la brillantez de sus estudios, enseñarle a escribir a América. La desacreditación de Castro hacia la literatura rioplatense, que señaló como “desbarajuste lingüístico […] síntoma de una alteración grave” desató en Borges la mofa y evidenció la pobre apreciación literaria de algunas mentes a las que se suele atribuir autoridad intelectual (“ataca los idiotismos americanos porque los idiotismos españoles le gustan más”, dice Borges).
Ese sentimiento de conquista, que, incluso en nuestros días, los españoles no han abandonado, ha sido objeto de diversas disputas al interior de algunas editoriales al defender, cada uno por su lado, el uso de un término sobre otro (“No quiere que digamos de arriba —continúa Borges—; quiere que digamos de gorra”), y qué complicado es someterse (otra vez) al yugo español, como si los unos y los otros no hubiéramos avanzado en la historia.
Cito a Borges in extenso:
«[…] El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo: tal vez porque los turban las atracciones del catalán, del bable, del mallorquín, del galaico, del vascuence y del valenciano; tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo con dativo, dicen le mató por lo mató, suelen ser incapaces de pronunciar Atlántico o Madrid, piensan que un libro puede sobrellevar este catatónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico)[obra de Américo Castro que provocó esta crítica de Borges].»
¡Qué combinación de sentimientos se le habría removido a Borges! Ya me imagino lo que el filólogo español hubiera pensado de Los de abajo o El Llano en llamas. ¿Le diría a Azuela o a Rulfo cómo hacer hablar a sus personajes?, ¿se hubiera atrevido a señalar aquellos libros como “desbarajuste lingüístico”? Hasta la fecha, reconocemos en esos dos libros —y en otros de igual valor— la identidad de una época, la conformación de un país naciente tras los embates de una cruda guerra civil, la consolidación literaria de un discurso del que somos hijos; discurso que se repitió, bajo sus condiciones y con sus obras, en toda América. ¿Iba a venir un español a decirnos cómo sostener la pluma?
Y el problema sigue en el siglo XXI, ya no con lo que escribimos, sino con la manera en la que seguimos recibiendo las ediciones, con discursos que no son pensados para nosotros. Irónicamente, quienes vinieron a mezclar nuestra sangre apelan a la “limpieza” de nuestro leguaje. ¡Imposible! Somos el resultado de la fusión de identidades y a ello nos aferramos. ¿De España vendrán a ofrecernos nuevas ediciones? Que procuren hablarnos en nuestro idioma, ya que dejamos de tener intérpretes que intercedan en favor de los españoles.
México no se escribe con jota. ¿Seguirán pensando los lectores que la preferencia de un término sobre otro es un juego de niños? Por discursos nacionalistas se han desatado las peores guerras, se han ensangrentado banderas en defensa de naciones, y, aunque no es el propósito, en esta ocasión, sacrificar a alguien, desde el mundo editorial mexicano, hacemos lo propio para defender parte de lo que es nuestro.
“Hasta en eso se había equivocado Ortega [y Gasset], pues debía haber dicho cena de indios y no de negros”, fue la respuesta de Cosío Villegas, previo a la consolidación de una de las grandes editoriales que se lanzaron desde México con amor.
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