Por Cisnette
“Todo consiste en morir, Dios mediante,
cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga.
O, si tú quieres,
forzarlo a disponer antes de tiempo.”
Juan Rulfo, Pedro Páramo
Para este día tenía planeado hablar de la muerte desde otro punto de vista, uno más crudo y severo que señalara el egoísmo en el que hemos caído como humanidad, ante la tragedia de tantos y la indiferencia de otros. Ya para nadie es novedad que las redes estén llenas de obituarios, despedidas y unas cuantas lágrimas y palabras de aliento ante quienes nos acompañan (y acompañamos) por la pérdida; no obstante, no puedo dejar de notar que, aun en estas circunstancias, hay una desagradable necesidad de apropiarse de la muerte ajena (¿!).
Como dije, cada vez es más frecuente enterarnos del fallecimiento de alguien. ¡Lamentable! Sin embargo, también es lamentable que se use la ocasión para enfatizar la relación que tuvimos con el difunto y crear historias que, por el momento, están fuera de lugar. “Fue mi maestro”, “lo conocí en tal presentación”, “platicamos sobre mi obra”, “fui a su casa”, “era mi amigo” y otras frases que evidencian la necesidad de llorar no la muerte del otro, sino la pérdida de nuestra relación con el que ya no está. ¿Importa que hayas conocido al occiso?, ¿él es importante porque tú lo conociste?
Desdichados aquellos que no gozan de un reconocimiento medianamente significativo y que parten sin que nadie, más allá de la familia y unos cuantos amigos, cree historias en torno a la interacción que tuvo en este mundo. Nos permitimos contar nuestra versión de las historias de quienes sabemos importantes para enmarcarnos en su mundo, que hacemos nuestro, aunque sea por breves instantes. Le hemos dado a la muerte el protagónico para interpretar el papel de nuestras vidas, siempre y cuando se quede allá, del otro lado en el que podemos mantenernos inalcanzables a su paso. Así, parece lamentable, incluso miserable, que nos dignemos a contar historias de la vida del otro, el que ya no está, sólo hasta que muere y se hace preciso que todos sepan que nosotros lo conocimos.
Es sabido en literatura, en ciencias, en filosofía y otras disciplinas que para existir y confirmarnos en nuestro entorno es necesario que los demás reconozcan nuestra presencia, aquello que valide que, efectivamente, existimos, ya sea por mente, razón y cuerpo; que nos asocia con otros, con un concepto, con nuestro legado, etc., pero en estos tiempos difíciles, de zozobra, inestabilidad y cuanto mal nos vulnere somos nosotros los que necesitamos a los muertos más de lo que ellos nos necesitan a nosotros, y, a partir de ello, deberíamos escribir.
¿Cómo se describe la muerte? Por supuesto, no es un tema nuevo, menos en un país que, desde siempre, ha bailado todos los sones con la vieja figura adornada de encajes y vestidos largos que poco permiten a la vista apreciar su huesuda existencia y que, sin embargo, todos reconocemos. El debate, me parece, es que siempre cuestionamos el mismo lado del rostro, ya sea por costumbre, ignorancia u omisión. Nos inclinamos a una sola línea de interpretación.
En días pasados, escuché en clase el debate sobre las maneras en las que leemos un libro, el que fuera, pero el ejemplo que utilizaron me pareció de lo más cómodo: Pedro Páramo. ¿De qué trata la historia? De lo mismo, siempre, porque a todos se nos viene a la mente la frase que habríamos de asociar a ella incansablemente: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, y de ahí nos soltamos a hablar de la obra. La parte por el todo. Desde las escuelas y por tradición hemos replicado la historia de Juan Preciado, tanto, que nos hemos permitido memorizar pasajes de la novela; sin embargo, ¿por qué no hablar desde el punto de vista de Susana San Juan o Damiana Cisneros? De nueva cuenta: por costumbre, ignorancia u omisión.
Lo mismo sucede cuando queremos hablar de nuestros muertos y de la relación que tuvieron con nosotros. (¡Uf!) Si bien es cierto que el proceso de escritura es un proceso de introspección, en el que las personas se descubren a sí mismas, también es cierto que, con la pandemia, se desató la producción amateur de obras en torno a la individualidad, de uno mismo con el universo y sus desgracias, y de uno mismo rodeado de seres, incluso inertes, que no destacan sino hasta que mueren, pero el papel protagónico del yo (incluso disfrazado de cualquier personaje) ha imperado, creo, como una necesidad de sobrevivir a las desgracias ajenas, sobre las que también nos permitimos escribir, no siempre como deberíamos. Así, confirmamos que una de las actividades básicas de comunicación (la escritura) es el medio por el que buscamos la supervivencia. Por desgracia (o no), no todos lo conseguiremos.
No tengo la menor duda de que hay y seguirán publicándose obras de exquisito estilo y talento, derivadas de la crisis que vivimos en esta segunda década del siglo XXI, tampoco dudo que enfrentemos una nueva oleada de sobreproducción editorial con temas que se relacionen con la pandemia (ya lo estamos viendo) y que en poco tiempo estaremos debatiendo, otra vez, los juegos sucios entre editoriales; no obstante, creo que sería bueno darle una vuelta de tuerca a la escritura, de modo que nos permita dejar de hablar de los muertos como si fueran nuestros y nos lleve por los caminos para hablar de nuestra propia muerte. Tal vez, no lo sé de cierto, con un ejercicio así logremos una mayor empatía con quienes tenemos al otro lado de la pantalla, permitiéndonos rendir los debidos homenajes a quienes forman parte de la generación de maestros de vida que se nos está yendo de las manos.
En paz descanse Jorge Lebedev
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