Por Roberto Feregrino
La prosa de David Toscana (1961) me sigue pareciendo deslumbrante, de una lucidez propia de un escritor que —sin temor a equivocarme— se instaura entre los mejores narradores del siglo XXI.
En 1992 publicó su primera novela bajo el título de Las bicicletas, y tres años después, Estación Tula; ambas se encuentran dentro de un estándar de “normalidad”, las historias carecen del delirio que ahora caracteriza —y al que nos ha acostumbrado— al escritor oriundo de Monterrey, hoy avecindado en Madrid, que inició con su tercera novela, Santa María del Circo en 1998, uniéndose así a novelas imprescindibles de fin de siglo como La muerte de un instalador (1996), de Álvaro Enrigue, o Salón de belleza (1994), de Mario Bellatin.
Toscana no ha parado de indagar sobre asuntos concernientes al comportamiento humano, bajo esquemas que algunos podrían considerar “absurdos”, a saber: un hombre harto de la monotonía de todos los días decide declarar su muerte sin importarle el empleo en el que lleva más de 30 años o un homenaje que le hará la empresa por sus años de servicio, al contrario, prefiere pasar sus días visitando el cementerio con el que desde niño estuvo obsesionado al igual que su amigo Faustino, entre tumbas, epitafios e historias (Duelo por Miguel Pruneda); o el desquiciamiento de un viejo en el pueblo de Icamole donde nadie lee, mas debe hacerse cargo de toda una biblioteca que le enjareta el gobierno sencillamente porque es el dueño de la casa más grande de la región, además de que nada de lo que lee le satisface y debe construir su propia historia (El último lector); o el supuesto de que Dios se haya equivocado y en vez de que su hijo haya sido varón hubiese sido mujer, desatando así una conmoción para los anales de la historia del cristianismo (Evangelia). Claro, pasando por otras “locuras” delirantes como El ejército iluminado, Los puentes de Königsberg, La ciudad que el diablo se llevó y Olegaroy.
Precisamente en estos días he vuelto a este narrador en aras de desentrañar lo cuerdo dentro de sus (aparentes) locuras. Descubrí en Santa María del Circo aspectos que no dejan de ser vigentes mírese por donde se mire. El argumento de la novela es sencillo: un par de hermanos, los hermanos Mantecón, deciden finiquitar la sociedad del circo del que son dueños y repartir animales, acróbatas, payasos, hombres fuertes y otros esperpentos más, relegados de la sociedad por su fealdad, como la mujer barbuda o enanos que han encontrado acomodo en la vida nómada que brinda la carpa.
Ocho de estos miembros de la compañía son los que se quedan con don Alejo: Natanael, Mágala, Fléxor, Balo, Barbarela, Narcisa, Mandrake y Hércules, además de un puerco y la carpa. Todo lo demás se lo ha llevado el hermano. Ya en éstas deciden ir a probar suerte en un pueblo cercano, pero no cuentan con que es un lugar despoblado, así que tienen la brillante idea de establecerse ahí, dejando la vida trashumante a la que se han acostumbrado. Deciden cambiar. Volverse “gentes”, pues. Bautizan ese lugar como la ciudad Metropolitana de Santa María del Circo, sin olvidarse que deben instaurar oficios o actividades imprescindibles para que su nuevo hogar se precie de serlo; Mandrake sugiere que no se elija ni se vote, sino que todo sea al azar y que cada uno escriba en tres papeles aquello que le parezca relevante para poder ser habitado:
El azar [dice] es la fuerza más poderosa del universo. Eso lo sabemos todos. En cualquier democracia, las minorías se rebelan a la voluntad de las mayorías: por el contrario, ante el azar, cualquier persona, pertenezca a las más o a las menos, a los fuertes o a los débiles, acepta lo que venga sin chistar.
Los ocho toman un solo papel que designará su cargo u ocupación, no por votación, sino por el azar. Natanael es el cura; Mágala, periodista; Fléxor, negro (en todas las sociedades se requieren e incluso hasta se les puede culpar de un crimen que no cometieron); Balo, militar; Barbarela, doctor; Narcisa, afilador; Mandrake, campesino, y Hércules, puta.
Al llegar a esta parte pienso en lo mucho (sí, más todavía) que se ha abaratado la política en México, pues no sólo son los carroñeros hijos de políticos los que desfilan en las pasarelas de cada elección, sino que también, desde hace años, los faranduleros, artistas o deportistas pelean por una alcaldía, un puesto en el congreso, una gubernatura o algo que se le haya caído de la mesa a los arribistas que detentan el poder sin hacer un carajo (o ¿usted notó, por citar algo, que el trabajo de Carlos Hermosillo en el tema deportivo de 2002 a 2012 haya sido encomiable cuando se habló de ciertas irregularidades económicas en la Conade en 2008? Por algo terminó de comentarista deportivo y su flamante carrera en la política se terminó).
La idea es conseguir un hueso aunque no tengan la más puta idea de lo que significa, seamos honestos. Esta misma incomprensión le sucedió a Emmett Brown en Volver al futuro III, cuando Marty vuelve al pasado y lo busca, mas él no le cree y le pregunta: “¿Quién es el presidente de los Estados Unidos en 1985?” McFly le dice que es Ronald Reagan, entonces el Doc le revira: “¿El actor? ¿Y quién es el vicepresidente, Jerry Louis?” No puede dar crédito a que la presidencia estuviera —y estuvo durante 8 años— en manos de un actor de cine. A cerca de 36 años de aquella sorpresa cinematográfica, en nuestra gloriosa Ciudad Metropolitana de Santo México del Circo desfilan actores, actrices, deportistas y cuanto fantoche usted se imagine, buscando un puestecillo aunque no tengan un solo atisbo de lucidez…
Hay muchos políticos que tampoco la tienen, claro está, y aunque la lucha le hagan seguirán opacados por sus desafortunados encuentros con sus adversarios, como sucede ahora con la pobre campaña de Ricardo Anaya —también conocido en el bajo mundo como Ricky Riquín Canallín—, la cual, más que admiradores, ha ganado detractores por el circo que ha montado para sumar más rarezas a este Santo México del Circo donde nadie da su brazo a torcer y puede pasar lo más espeluznante.
Cómo olvidar a la diputada Carmen Salinas, que tomó protesta en 2015 y se quedaba dormida en su curul valiéndole madres; o nuestro flamante Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos que… bueno, es Cuauhtémoc Blanco, y aunque no sepa contar o diga nadien, es el referente de las Águilas del América y de la Selección Mexicana. Qué importa la política mientras se puede ir aprendiendo.
Ahora, para las elecciones federales del 6 de junio de 2021 hay otros tantos de este corte que se suman para formar parte de la política circense de nuestro México querido: “Paquita” la del Barrio, Quico (ese que según don Ramón perdía un concurso de tontos por tonto, ese mero), Tinieblas Jr., Lupita Jones, Rommel Pacheco, Alfredo Adame, ¡el “Bofo” Bautista!, Blue Demon Jr. o Carístico, sólo por mencionar algunos. Sí, ya lo sé, al verlo así todo parece salido de una película surrealista de Luis Buñuel —Un chien mexicain— donde unos luchadores pretenden ser alcaldes sin aparecer con su nombre verdadero en las boletas para seguir manteniendo su identidad secreta, pues con el impacto de sus máscaras vencerán cualquier dificultad que aqueje a los menesterosos, ya sean momias, vampiros o fayuqueros de Tepito; ellos pueden de todas todas porque tienen a su ángel exterminador que se llama Elba Esther. Los luchadores dejan el circo del cuadrilátero y saltan de la tercera cuerda al escenario político con llaves y hurracarranas prometiendo defender al pueblo de la delincuencia.
Quizá deberíamos eliminar la democracia para estos cirqueros, y dejarlo al azar, emulando las palabras de Fléxor, pues así a alguno de nuestros flamantes aspirantes a diputados o gobernadores les toque el azar del mismo modo que a los personajes de Santa María del Circo, pero que Dios nos ampare si a alguno de ellos les toca el papel de cura, periodista, doctor o militar, por lo demás, se lo tendrían bien merecido, sobre todo el de puta, sin mancillar el oficio de quien lo detenta honradamente, que más de uno de éstos interpreta ya sin haber elegido papeleta alguna.
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