Por Vladimir Villalobos López
La manera de relacionarnos ha cambiado drásticamente, para nadie resulta una novedad. Ya sea que tengas la facilidad de quedarte en casa o que debas salir, la interacción se ha visto modificada. En la obra teatral de Elena Garro La señora en su balcón, Clara, una mujer que desde pequeña anhelaba aventuras y recorrer lugares desconocidos, se descubre a sus 40 años viajando a través de las patas de una silla. Ahora es un ama de casa y por medio de la imaginación puede tener las aventuras que desde niña quiso. Cuando Julio, su esposo, regresa del mundanal ruido a casa, Clara lo interpela: “Yo quisiera ser tú, para ir a trabajar en la mañana y cruzar la ciudad a la hora en que la cruzan ustedes los que hacen el mundo. Porque yo la cruzo a la hora en que la cruzan las que hacemos la comida”.
De lo anterior podemos tomar al menos dos ideas, la primera es que Clara ha sido relegada a las tareas domésticas, que parecen inferiores a las de Julio; la segunda idea es que Clara se ha valido de la imaginación para explicarse el mundo. La importancia que adquiere una actividad para el mundo no es inocente. Hay estructuras que dan mayor o menor valía a nuestros actos, ¿por qué la hora en que se sale al mundo habría de representar cuán trascendente es el motivo de la salida?
Pero no es la hora la que hace la diferencia, son los individuos. Por un lado, los que hacen el mundo y por el otro las que hacen la comida. Han pasado 60 años desde que Elena Garro publicó esta obra, pero la división persiste. Apenas el virus había llegado a México, el gobierno ponía énfasis en que las mujeres históricamente son las encargadas de los cuidados y que habrían de hacerlo con mayor ahínco durante la epidemia por el bien de todos. De pronto parecía que las tareas de cuidado cobraban la relevancia y atención que merecen. Pero los reflectores deberían venir acompañados de condiciones justas para desempeñar estas tareas, normalmente no retribuidas.[1]
Hoy, de alguna manera podemos entender mejor la impotencia y la situación de Clara, impotencia que la conduce a un final trágico en el drama. Podemos entenderla y no, porque hacerlo requiere plantear un diálogo. Como en todas nuestras relaciones, se precisa una voluntad de comprensión para el intercambio de ideas y sentires. Es imprescindible asumir que el otro es igual a nosotros, la falsa sensación de superioridad anula cualquier posibilidad de diálogo.
La manera de relacionarnos, como dije, ha cambiado a partir de la pandemia. Sin embargo, en el fondo los prejuicios y las relaciones asimétricas continúan detrás de cada cielito lindo, en cada videollamada y en cada defunción. Ahora el ritmo de los contagios sólo ha venido a recordarnos que tenemos fecha de caducidad. Aunque, para algunos, ha resultado revelador el poder de la expresión artística, como consuelo, como inspiración, como mero entretenimiento en estas horas que se repiten al infinito desde el encierro. En medio de la pausa en todas las actividades “productivas”, las improductivas (aunque esto es debatible por supuesto) cobran relevancia. Entonces se vuelve posible viajar a través de la pata de la silla, de una película o un podcast.
Hace unos meses un amigo me contaba la desazón que le causaba el enfoque de sus clases de inglés. Como si la asimilación de otra lengua sólo sirviera en el centro comercial, para el consumo y no para el diálogo que, dicen los expertos, nos hace humanos. Con la lectura sucede algo similar, lo literario invita a un diálogo permanente, el interlocutor puede ser quien sea, el querido diario, el autor del texto, un desconocido. No importa, pero el diálogo ha de suceder. Quizá no escribamos un ensayo de tres mil palabras sobre el artículo leído, tal vez ni un tuit queramos escribir en estos días, ya es un logro levantarnos y leer un puñado de palabras, alimentar al ser querido, por supuesto, ¿tendríamos que hacer más?
Ahora mismo pienso en el desgano propio frente a mis lecturas pendientes. La incertidumbre actual deja más preguntas que soluciones, habrá que hacer lo que podamos, dialogar con el vecino o el roomie, con el libro o el perro, de todo se aprende tarde o temprano, si se tiene la voluntad. A su tiempo las ideas florecen y los diálogos trazan senderos. Al menos Elena Garro, cuatro años después de que leí la historia de Clara, me ayudó en esta ocasión a pensar algunas cosas, quizá no muy bien plasmadas aquí, pero para eso tenemos palabra, para corregir y enmendar y aportar. ¿Qué han leído ustedes? ¿Con quién, o qué, dialogan?
Fuente consultada: Elena Garro, La señora en su balcón, Plaza y Valdés/Conaculta (Teatro Breve), México, 1994.
Imagen de Free-Photos en Pixabay
[1] Aunque hay mucho material sobre los trabajos de cuidados, me reconozco ignorante en el tema. Pero recomiendo, a quien le interese, el sitio de Pensar lo doméstico.
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