Vladimir Villalobos López
Por no saber qué decir
pagaré el haber callado.
Jamás perdona el silencio
a quien calla demasiado.
José Emilio Pacheco
Junto con los albores de la Ilustración, las ideas de individuo como genio creador, de autor, se fueron fortaleciendo. No es casual que justo durante el siglo XVII los derechos de autor cobraran relevancia y la forma que, más o menos, tienen hasta nuestros días. Estas legislaciones pro autor buscaban proteger a los creadores de los abusos que sufrían por parte de las imprentas —las que sólo necesitaban rendir cuentas a la Iglesia, o a la corona.
Kant filosofaba que, al publicar libros no autorizados, no sólo se lucraba de manera ilegal, sino que también se cometía una apropiación del discurso del autor, como si se le obligara a hablar y a expresar cosas que él no estaba conforme con enunciar (bien raro, pero autor que se respeta debe citar a otro más respetable).
Sin embargo, creo que para nadie es novedad que lo planteado en las leyes y los discursos, comparado con lo que pasa en la vida real, suele ser, cuando menos, muy diferente (sobran los atropellos, de Chihuahua a Bogotá, pasando por Ecatepec y tantos otros lugares, siempre). Recuerdo que cuando era niño me enseñaron en la escuela a admirar la Constitución de 1917 y al himno nacional con el argumento de que contenían ideas bellas y adelantadas a su época. Ojalá la época acelere el paso.
Es un asunto curioso éste de los derechos autorales. Recuerdo historias sobre que el himno pertenecía a algún norteamericano abusivo (como el otro escándalo nacionalista por la televisión a color patentada en los Estados Unidos), o pienso en la gente que registra todo lo que escribe antes de subirlo a Facebook. Como buenos herederos obligados de la Ilustración, tratamos de proteger nuestro genio individual y que nadie se apropie de nuestro discurso, como refunfuñaba Kant. Se entiende ese recelo por el otro y la posibilidad de que se aproveche de mis palabras, de que las use mejor que yo o incluso en mi contra. Mucho Siglo de las Luces, pero defendían la generación espontánea al crear sus obras.
Cuando empecé a escribir sólo quería escribir. No sé qué sentían las personas que escriben de manera profesional y más elocuente que la mía, pero yo no pensaba en la fama y los laureles. Hasta que me tomé muy en serio la posibilidad de tener habilidad para acomodar las palabras en el papel (la oralidad nunca me ha resultado), lo consideré. De inmediato, los vicios del mercado editorial, la necesidad de ser amigo del que conoce al familiar del autor, entre otros asuntos, pero sobre todo descubrir que mi genio individual no iba a alcanzarme nunca para figurar en las alfombras de la Ciudad Letrada, me llevaron al mutismo (ahora también escrito).
La sensación de insuficiencia y el síndrome del impostor (vaya conceptos que aprendo de mis amigas en la escuela) me hicieron procurar que cada palabra fuera la precisa en el orden exacto y con la intención adecuada. Escribir con demasiado respeto por las palabras se puede convertir en miedo y el miedo paraliza. El escritor perfeccionista, o escribe la gran obra o no pasa de la primera línea. Pero ya hubo un Juan Rulfo. Y lo menciono a él no porque sea el mejor escritor del mundo (no he leído tanto), sino porque, en vez de hurgar en su individualidad y frustrarse por no ser dueño de las palabras exactas, supo escuchar las palabras de los otros y representar sus potentes voces.
Ahora que he comenzado a escribir de nuevo, entiendo que mi discurso no es sólo mío y que, además, es posible gracias a los otros que me comparten sus sentires, sus conocimientos, sus recursos y hasta sus sonrisas. El discurso individualista no sólo nos hace creer que las ideas tienen un dueño único, sino que nos pretende defensores de quienes ostentan la maquinaria, los recursos y el papel que los señala como legítimos dueños.
Considero necesario replantearnos por qué escribimos, para qué editamos, quién queremos que nos lea y, en fin, repensar conceptos como autoría, literatura o libro, que tanto necesitan discutirse. Pienso que es necesario otro modo de concebir la publicación de textos, menos desigual (qué triste el autor que ataca a sus lectores por defender a quien lo publica), en donde el acceso a la información sea real y libre (universidades públicas pagando para que se publique a sus autores y después pagando bases de datos para que sus estudiantes puedan leer esos textos) y en el que la discusión no se limite a si está mal la distribución de libros escaneados (esto es una realidad y no cambiará sólo porque a algunos nos guste o no).
Vocabulario
Autor
1. Según María Moliner, [muy] antiguamente, era el que administraba el dinero en las compañías teatrales.
2. El que ha cometido el delito.
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