Por Vladimir Villalobos López
El aislamiento que la pandemia trajo consigo curiosamente significó la pérdida de la privacidad, al menos hasta cierto punto. Las redes sociales ya se habían adueñado en buena medida de ella, y tampoco se puede generalizar, el famoso quédate en casa ha sido un fracaso debido a la falta de medida gubernamental alguna que permitiera a todos hacerle caso (y que ha costado pérdidas humanas terribles y criminales, aunque al gobierno le parezca ocioso o cuestión de gusto mencionarlas), aunque tampoco faltan los que prefieren hacer su santa voluntad, por supuesto.
Ejemplos sobran, internet se ha vuelto una loca academia de policías en la que uno obtiene puntos de superioridad moral y popularidad (o algo, supongo) cada vez que alguien más comete un acto que puede ser censurado, cuestionado y exhibido hasta el cansancio. Mientras haya un teléfono con cámara cerca, y alguien con ganas de un “me gusta” o de cometer su buena acción del día, cualquier basura fuera del bote, cualquier acto de prepotencia o de no seguir debidamente las reglas en X o Y lugar, será suficiente para ser el lady o lord en turno, o al menos la comidilla (botana, entretenimiento, desahogo, o como se les diga en sus casas) del grupo de vecinos en la red social de su preferencia.
Pero ojo, mucho ojo, no es que se deba aplaudir al que arroja huevos al vecino que le cae mal ni que merezca un premio quien no recoge las heces (¿cacas suena mejor?) de sus mascotas —acá se ve seguido, por cierto—. Sólo sospecho que exhibir estos actos de nada ayudan a evitarlos. Del huevazo real a la pedrada virtual no hay mucha diferencia (aunque luego ésta conlleva despidos, cancelaciones y otras cosas igual de cuestionables). Quizá resulte conveniente buscar otras maneras de actuar y reaccionar ante lo que nos resulta inaceptable.
Pero sí, además de estos efectos redesocialeros, nuestra privacidad se ha perdido también por el encierro y, a más de un año, no se ve una vuelta pronta a la normalidad en la que los límites eran más o menos claros. Ahora todas las actividades se concentran en un lugar. La casa ahora es oficina, escuela, sitio de recreo, biblioteca, casa… Lo bueno de esto es que uno se evita tener que transportarse (sabemos que hay lugares y distancias en las que esto es un auténtico martirio), lo malo es que uno ya no se transporta y esto dificulta las distinciones. Ejemplo de esto es el olvido de los profesores ante el hecho de que los estudiantes (igual que él) se encuentran en su espacio privado y esto puede significar no poder prender su cámara, tener a toda la familia de espectadores o que coma algo, o esté en su cama, o cualquier cosa.
En algún sitio electrónico, de cuya dirección no logro acordarme, leí que ya bastante modifica la relación entre jóvenes la aparición de los teléfonos celulares y la mensajería instantánea (ya no tienen su vida independiente y ajena de sus compañeros de escuela, ahora, bien o mal, se acompañan a todos lados y en todo momento). Que ahora las clases sean en línea multiplica esto, incluso ya ni siquiera conocen a sus compañeros, en el mejor de los casos han visto su cara en la videollamada, en el peor, apenas conocen su nombre… miento, en el peor, su compañero es uno de los nueve millones de estudiantes que han desertado en México y jamás se conocen.
Cosas similares ocurren en el ámbito laboral (ya bastante lata solían dar con sus mensajes o llamadas a deshoras) o con las actividades de esparcimiento. Las actividades son muchas y ahora todas se reducen a un espacio en el que quizá solíamos hacer nada, o mucho menos, dormir. Lo cierto es que no pocas empresas están viendo los beneficios de esto y tal vez tendremos que acostumbrarnos a esta nueva normalidad con cada vez menos privacidad. Sólo queda estar alerta y adaptarse, o resistir y buscar una realidad menos invasiva.
Durante una entrevista, el antipoeta Nicanor Parra señaló una cruz que se veía en la distancia desde el balcón de su casa y dijo: “Si no fíjense en ése: se creyó el cuento y lo mataron. No, no, no, no, no: hay que morir pollo”. Ésa fue su respuesta cuando entonces le preguntaron por su proyecto actual: “Morir pollo. Urge no hacer nada —leyó—. O bien, urge no hacer nada. Morir pollo. Escúchenme una cosa: el que se cree el cuento, se muere. No hay que creerse el cuento. Hay que morir pollo – y con su mano simulaba que corría el cierre invisible de sus labios”. A seguir el proyecto del chileno, ahora que han pasado poco más de tres años del fin de su infinita vida. Urge no hacer nada, o hacerlo, pero en otro lado, esperar. Y quizá más importante, no creernos el cuento, morir pollos. Incrédulos, esperar a que la vacunación avance y exigir, exigir privacidad, espacios dignos, gobiernos sensatos, educación de calidad y relaciones en las que el lapidamiento no sea cosa normal, ni en el mundo físico ni en el virtual.
Cuídense mucho.
Vocabulario
Privar
- Dejar a algo o alguien sin cierta cosa: La rodilla del Estado nos priva del servicio de salud, de una educación de calidad, de la vida (y paga con reconocimiento).
- Tomar bebidas alcohólicas: “Tal vez humedezca mi gañote” (pero con menos de dos mil a la semana).
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.