Escritura de sí contra el castigo

Escritura de sí contra el castigo

Por Vladimir Villalobos López

“Se nombran los procesos y, si es necesario, se instalan vocabularios para ellos.
Si alguien lo dijo antes, se suscribe con felicidad (y alivio)”
AEV

Alejandra Eme Vázquez dijo durante su taller “Escritura de sí” que siempre hay algo que escribir y que el bloqueo escritural no existe. Concuerdo y no, sí porque sé que la constancia y la práctica facilitan cualquier tarea, mecánica o intelectual (aunque también nos recordó que el cuerpo no es ajeno de la escritura, que se le ha de invitar al proceso, acá ya escribí un poco sobre eso), y sí, sobran los temas; pero también digo que no concuerdo porque el sol ya se está ocultando y las palabras apenas comienzan a brotar, a cuentagotas, como la fuga del edificio vecino a la que acuden presurosos los pajaritos acalorados cada tarde.

Hay demasiadas opciones y eso dificulta que me decida, es una idea recurrente en este departamento. ¿Sobre qué escribir esta vez? En el taller de Eme fue relativamente fácil decidir. El taller avanzaba y debía decidir antes de que comenzaran las actividades. Rápido elegí el tema del que he querido escribir desde hace muchas columnas pero que, de tanto que me interesa, termino por dejar para la próxima, cuando me haya documentado suficiente y tenga claro el mejor enfoque para tratarlo. No vaya a ser que me equivoque (más de lo normal), o que ofenda a alguien, o que no resulte un texto divertido, o qué sé yo. Sobran los motivos para dudar y guardar silencio.

Así, tras una introducción interesante y después de haber elegido el tema, había que hacer algunos dibujos y atender otras consignas durante la escritura. Cuando me di cuenta, ya se había acabado el taller y yo ya tenía listo un texto. Sigo sin agotar el tema y puede ser apenas un esbozo de algo que corregiré y aumentaré después, pero por algo se empieza y fue lindo empezar y hacerlo acompañado y de una manera distinta. Les dejo lo que salió ese día:

*

El castigo parece ser una constante en nuestra vida. Desde que somos niños, castigar suele ser la manera que tienen los adultos de explicarnos qué es lo que no está bien. ¿Peleaste con tu hermano? Hoy no sales a jugar, ¿no hiciste la tarea?, no comerás postre. Incluso el manazo, una nalgada o el famoso chanclazo han sido también formas populares de enseñar desde el castigo, punitivamente. Y también pasa en los demás espacios por los que transitamos diariamente.

Desde hace unos años, y sin parar hasta llegar a la tercera década de este siglo, el castigo es una constante (de entre las pocas certezas que nos quedan, la posibilidad del castigo es una), aunque ahora se vuelve más espectacular, o al menos más visible, e inmediato. Sólo hay que mirar, por ejemplo, las condenas que han merecido las acciones directas de la marea violeta en las marchas del 8M en los últimos años, o las condenas a la violencia de género, presentes en los muros de la ciudad gracias a estas manifestaciones.

Incluso ahora, mientras escribo este texto a partir de las actividades y consignas de un taller sobre la escritura del sí, aparecen (aunque afortunadamente apenas como guiños) comentarios en la transmisión que me recuerdan que en todo momento somos vigilados y que cualquier error puede ser señalado, que cualquier acto fuera de lo esperado por la mayoría será sujeto de castigo, aunque sea de manera menos violenta (me enjaja, me enfada, te insulto…).

En el peor de los casos, la cancelación se hace presente. Se bloquea de redes sociales al infractor, se le ataca hasta que desaparezca, se le expulsa del trabajo, de la comunidad, de la posibilidad de cambio. ¿Qué se hace con el cancelado? ¿Se le borra y ya? Faltan opciones, acompañamiento, la posibilidad de reparar el daño y reincorporarse a la sociedad, que cada uno pueda seguir su proceso y lo abrace, no por medio del castigo, sino de la toma de conciencia, de una conversación amable y honesta. Es curioso cómo nos hemos vuelto la policía de los otros. Mientras gritamos contra la guardia nacional les hacemos el favor de reprender (y juzgar sumariamente) al vecino, al que no midió su tuit, al que critica y al que obedece ciegamente.

Uno de los riesgos que veo ahora es que terminaremos por autocensurarnos. Si callo nadie podrá reprenderme, al menos no con la severidad con que lo harían al escucharme enunciar esas palabras que posiblemente les resulten incomodas. Mejor no quejarte, no importunar, no comentar sobre esto ni sobre aquello. Callar para no molestar, para no ofender a nadie. Quizás incluso estas palabras están de más, y mejor las borro, paso a otro tema, las acoto, las apago y escondo el humo que de ellas salen, silencio…

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