Las palabras nos tocan. Sobre libros y libreros

Las palabras nos tocan. Sobre libros y libreros

Por Vladimir Villalobos López

«Puede llamarse a sí misma una ciudad,
pero a menos que tenga una librería
no engaña a un alma”

Neil Gaiman

Desde hace 41 años se instituyó el 12 de noviembre como el Día Nacional del Libro. Al gobierno de José López Portillo le pareció bien que coincidiera con el natalicio de Sor Juana Inés de la Cruz —recordemos que su hermana era admiradora de la poeta y gracias a ella se restauró (y privatizó) lo que ahora es el Claustro de Sor Juana—. Esto viene a cuento porque en los últimos días han tenido lugar eventos y algunas noticias relacionados con el libro.

De entre las transmisiones y lecturas que pude atender (nunca se puede ver ni estar en todo), están las relacionadas con los derechos de autor y las que refieren a las librerías —ahora que lo escribo tengo la duda y busco en internet: claro, el viernes 13 fue Día del Libro, ahora todo tiene sentido menos la introducción de este texto—. De cualquier manera, ambos temas están atravesados por la pandemia, como todo(s) este año.

Por un lado, me entero de que, al menos en España y Francia, han decidido plantarle cara a Amazon. En España, la CEGAL (Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Librerías) ha impulsado su sitio electrónico a través del cual las 700 librerías que la conforman pueden ofrecer sus catálogos. Argumentan que las comisiones de la empresa de Bezos hacen insostenibles sus operaciones, aunque no dejan de señalar que su fuerza real está en las librerías físicas.

Por el otro lado, una treintena de editoriales francesas decidió retirar sus libros de la plataforma de comercio electrónico. Señalan que las condiciones en que trabajan los empleados de Amazon, el reparto inequitativo de ganancias y el impacto ecológico (entre otras razones) se oponen al mundo que las editoriales defienden. De manera similar al caso español, señalan (acertadamente, creo) que las librerías son lugares de encuentro e intercambio crítico y que la frialdad de los algoritmos que controlan un sitio de ventas contraviene a esta concepción de lo que los libros y las librerías representan.

Ante la pobre idea de que hay que formar consumidores, estos dos casos (no los únicos) demuestran que afortunadamente en el ámbito librero y editorial aún hay colectividades interesadas en la lectura y en la generación de otras maneras posibles de entender el mundo y la transmisión y creación de conversaciones y conocimiento (al final el libro, impreso o digital, sólo es un medio posible de entre tantos otros).

“Las librerías nos tocan”, dice la confederación española, y recuerdo al librero en Donceles que un día me hizo la plática, o el café, la presentación de libro y los encuentros en que he participado dentro de una librería. También recuerdo al vendedor prepotente o al vigilante que, aburrido quizá, jugó a ser mi sombra por toda la librería, hay de todo. Lo cierto es que editoriales y librerías se han necesitado mutuamente y no creo que eso vaya a cambiar pronto, ya Luis Carlos lo señaló a detalle desde junio y no tiene caso repetirlo, pero me parece destacado que, ya sea por motivos económicos o éticos, pensar en alternativas más humanas, y colectivas, a gigantes como Amazon me parecen loables.

Ahora bien, sobre los derechos de autor, Libros UNAM propuso el evento “Los renglones torcidos de la edición”, coloquio sobre plagio y piratería, y el Centro Cultural de España (CCE) planteó “Más allá del derecho de autor: Autoría, conocimiento, propiedad y cultura en escala digital”. Ya desde los títulos puede adivinarse el contenido de cada evento. En franca alusión a la novela del español Torcuato Luca de Tena (Los renglones torcidos de dios), la universidad presentó una serie de mesas en las que los renglones torcidos eran la falta de castigos ejemplares tanto a alumnos que no citan como a la distribución de libros sin el respeto al derecho de autor.

En aparente oposición a las mesas de abogados que presentó la UNAM, porque los abogados son fundamentales para cualquier Día del Libro, el CCE presentó mesas en las que editores, autoras, activistas y académicos discutieron nociones como autoría y edición. El marco para estas conversaciones fue el de las reformas a la Ley Federal de Derechos de Autor que surgieron a partir del T-MEC, mismas sobre las que la CNDH planteó su inconstitucionalidad por atentar contra los derechos humanos. Una de las ideas que más resonancia me causó fue cómo las editoriales invisibilizan casi por completo a lo que suele llamarse la cadena del libro, como si sólo el sello editorial y el autor dieran luz a cada texto, ocultando a correctores, diseñadores, impresores, distribuidores y libreros, por supuesto.

La novela de Torcuato (me entero de que tiene una adaptación al cine estelarizada por Lucía Méndez) es sobre una detective que se hace ingresar a un hospital psiquiátrico para resolver un crimen. Mientras se presenta al lector una diversidad de personajes y de enfermedades mentales, la protagonista intenta hallar al culpable y resolver su caso. No es casual que el género policial sea inspiración para un evento sobre plagio, pero sí un síntoma que también evidencia al mundo editorial en sus mejores y peores facetas. Así, mientras en Francia autores se organizan para pagar las multas de librerías que abren sin permiso (pues no son actividad esencial), la agencia que controla los derechos de la autora Louise Glück exige a la editorial Pre-textos que queme todos los ejemplares de la autora (porque encontraron una editorial más redituable para la autora Nobel más reciente).

Que cada uno saque conclusiones, casos como todos éstos continúan y continuarán sucediendo. Como lector y editor me gusta creer en futuros más amables y con justicias menos punitivas, con menos consumidores y más personas críticas y sensibles ante los otros, si no para qué se lee y se escribe.

Mientras el punto final empieza a asomarse, por fin, leo las amenazas a Isabel Zapata por traducir y distribuir gratuitamente, junto con Jampster Libros, Bluets, de Maggie Nelson. Esto porque no tienen los derechos mundiales en castellano de la obra, como afirma tenerlos Lawrence Schimel, traductor de Tres Puntos Ediciones. Esto me recuerda que recién cacharon a Amazon vendiendo ilegalmente un libro escrito por Eugenia Bahit, quien lo creó para su distribución gratuita (con licencia Creative Commons 3.0). En fin, como decía, hay de todo y muchos torcidos. Termino con una cita de la propia Zapata: “Me interesan mucho más, infinitamente más, los poemas que los poetas”. Hasta pronto.


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