Por Roberto Feregrino
“Desdichados aquellos que no gozan
de un reconocimiento medianamente significativo
y que parten sin que nadie, más allá de la familia
y unos cuantos amigos, cree historias en torno a
la interacción que tuvo en este mundo.”
Lizette Cisneros
Al siete de marzo de mi padre…
Antes de comenzar con el meollo del asunto, advertiré una verdad perogrullesca: nunca ha sido mi intención desgastar con divagaciones triviales a los lectores que, generosamente, siguen estas entregas quincenales, trayendo a colación anécdotas de mi vida cotidiana; aunque inmediatamente después pienso: qué es sino anécdotas la mayor parte de la verborrea literaria que tanto citamos a diario para argumentar una postura o una opinión. Que fulano dijo; mengano explicó; zutano fue o perengano hizo son una suerte de referencias que se gestaron como un amasijo de sucesos cotidianos que encuentran eco en un público, gracias a su articulación prodigiosa. Por supuesto que no me comparo con ellos ni mucho menos, más bien subrayo el hecho que nos congrega a todos al unísono como catapulta para crear.
Hace unos meses me mudé de ciudad. Fue tan intempestivo que me hizo venir apenas con lo necesario para poder iniciar con nuevas aventuras que van de lo más básico, como conocer las rutas de los camiones (que si el 30, el 625, el 624, el 30A), la forma de nombrar a las cosas (acá no es metro, es tren; no es bolillo, es birote; no es torta, es lonche; no es necesito, es ocupo; no es residencial, son cotos), la gastronomía (tortas ahogadas, tacos al vapor, carne en su jugo, tacos dorados, pozole, birria, jericallas, tejuino, nieve de garrafa, galletitas de Mazamitla y un largo etcétera con el que estoy totalmente feliz al igual que mi paladar), lugares maravillosos… y un sinfín de cosas en las que no me detendré por ahora. El caso es que una mañana de domingo fui consciente de mis verdaderas necesidades y afectos —que van más allá de la ropa o aparatejos tecnológicos— cuando caminaba por un tianguis del barrio en el que por ahora radico. Instintivamente, me detuve a preguntar por una novela de Guadalupe Nettel que estaba en las “chácharas”. “¿Cuánto cuesta?”, pregunté. “En treinta”, respondió la doña que lo atendía. Una cantidad que, por supuesto, pagué sin regatear, porque además me di cuenta de que estaba prácticamente sin libros —esos amigos con los que entablo diálogos y forman parte importante de mi vida cotidiana—, pues, en lo repentino del viaje, únicamente traje conmigo algunos de teoría literaria, que son los que consulto regularmente para las clases. Aunque se lea absurdo, así descubrí cuán importante es mi relación con los libros; es decir, forman parte intrínseca de mi vida y nunca había enfrentado esta especie de soledad. El encuentro fue en dos frentes, porque también me llevó a pensar en mis amigos de carne y hueso (léase también amigas) que han aparecido de una u otra forma y a los que echo de menos terriblemente (aunque ninguno de ellos sepa cuánto), ya sea en el café, en los tacos, en los convivios dominicales, en los juegos de mesa, los pulques, el cine o en la lamentación de aquellos mensajes que vaticinaron siempre una reunión que nunca llegó, probablemente por la seguridad de saber que estábamos cerca y postergamos; ahora caemos en cuenta de que ya no será tan fácil por la ubicación geográfica en que nos encontramos.
El hallazgo con Nettel fue eso, un upper que me sacudió en ambos sentidos, pues tanto los libros como mis amigas (léase ahora amigos, también) son ese eje que anima —y abrillanta— mi vida; son el engranaje que le da sincronicidad a los detalles más minúsculos o me invitan a repensar ideas que podrían estar un tanto deshilvanadas. Los amigos son risas, discrepancias, pero siempre solidaridad.
Sí, también leí la novela de Guadalupe Nettel y entablé una relación de amistad muy peculiar por el encuentro afortunado y el asunto del cambio en el que me hallo —no en París como narra en la novela, sino en Guadalajara—, que es de lo que en gran parte trata El cuerpo en que nací. En ella, se evidencia la importancia del cuerpo en el que la protagonista nace; que es —a todas luces— una metáfora del cuerpo en el que nacemos todos y del que pocas veces somos conscientes, renegamos de nuestros padres, de nuestras incapacidades, de nuestros vicios, de nuestra catástrofe amorosa, de nuestra inhabilidad expresiva o qué sé yo, y terminamos reprochándole al “otro” por no haber podido ser. En la introspección que hace la autora-personaje transmite la necesidad de externarlo como una suerte de sanación para que no le pudra la memoria o le atelarañe el recuerdo:
[…] quisiera aclarar que el origen de este relato radica en la necesidad de entender ciertos hechos y ciertas dinámicas que forjaron esta amalgama compleja, este mosaico de imágenes, recuerdos y emociones que conmigo respira, recuerda, se relaciona con los otros y se refugia en el lápiz como otros se refugian en el alcohol o en el juego.”
Nos anticipa que el ejercicio de la escritura —el arte como salvación— es donde encuentra la respuesta propicia para entender lo vivido. El acto toma un rumbo casi terapéutico que no sólo le impacta a Nettel, sino a los cientos de lectores que metemos las narices en lo que ella tiene que contar(se). A lo largo de las 196 páginas urde un artificio donde habla con la doctora Sazlavski, que escucha su relato atentamente, pero en realidad es un largo discurso que se cuenta a ella misma, porque nunca oímos la voz de su interlocutora y nosotros atestiguamos todo solícitamente. Lo cuenta porque lo necesita: ahondar en sus recuerdos será entender(se) y nuestra lectura atenta del peregrinaje que libró durante su vida será entender(la). El entendimiento es mutuo. Las palabras van y vienen como ofrenda de una vida asimilada con sus luces y sus sombras, el suceso panorámico de aquello que le ocurrió y a botepronto nos hace conscientes de lo que nos ocurre: “un libro es todos los libros”, decía Borges (mengano); una vida es todas las vidas, aseguro yo (perengano). Ahí la importancia de la lectura, pues es iluminación, según Wolfgang Iser (zutano), como también lo fue para la escritora durante el proceso.
Un defecto de nacimiento en la córnea de su ojo derecho, sobre la pupila, detonará el caleidoscopio que nos presenta la protagonista, pasando por la separación de sus padres, la relación hostil con su abuela materna, su acercamiento a la literatura con Gabriel García Márquez y con Octavio Paz, su vida en Francia o sus deseos sexuales, justifican su necesidad de novelar su vida. El cuerpo en que nací cierra de la siguiente forma:
El cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que dejamos el mundo. No me refiero sólo a la infinidad de veces que mutan nuestras células, sino a los rasgos más distintivos, esos tatuajes y cicatrices que con nuestra personalidad y nuestras convicciones le vamos añadiendo, a tientas, como mejor podemos, sin orientación ni tutorías.
Al llegar aquí terminé feliz porque fui consciente de que mi cuerpo no es igual a aquel en el que nací, a él se le han añadido cientos de tatuajes y cicatrices que no puedo pasar por alto (y tampoco quiero porque de alguna manera es lo que me constituye) y no dejará de ser un receptáculo hasta fenecer o la memoria se pierda.
Todos, en tanto humanos que somos, hemos pasado por anécdotas irrepetibles que contamos aquí o allá y cada uno de los cuerpos en que nacimos será propicio para poder valorar lo que tenemos. Aquel domingo que me encontré con Nettel me brindó un regalo: la algarabía que siento al encontrarme un libro esté donde esté, pues hay amistad, diálogo, complicidad, sin soslayar que, a pesar de todas mis putas incapacidades sociales y afectivas, hay más de un amigo (léase por segunda vez amiga) con el que quisiera pasar esta tarde tan sólo porque tuvimos el privilegio de coincidir.
Al llegar a este punto caigo en la cuenta de que hice lo mismo que Guadalupe Nettel: (les) estoy contando algo que en realidad es para mí, porque ahondar en mis recuerdos es entender(me); únicamente buscaba un motivo para recordar, con todo este cuerpo abollado con tatuajes y cicatrices, a los amigos que dejé.
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