Siempre París

Siempre París

Por Roberto Feregrino

El 12 de febrero se cumplieron 37 años de la muerte del cronopio mayor, Julio Cortázar (Bruselas, 1914-Francia, 1984). Sé que resulta por demás arriesgado escribir algo a propósito de él, porque de este autor se ha dicho mucho (y mejor) de lo que podría hacerlo quien firma estos apuntes inconexos. Sin embargo, en mi defensa puedo decir que más que ser un especialista en el tema me considero un lector ávido que se fascinó con sus historias y que descubrió en su prosa un acto lúdico subrayable; Cortázar nunca soslayó a lector alguno, al contrario, nos hace partícipes en ese acto de la lectura al que diferentes teóricos le han dedicado horas de estudio en aras de brindar un acercamiento sobre lo que ocurre en una trinidad indivisible: lector, autor y texto / texto, autor y lector / autor, texto y lector.

Un tal Julio comenzó firmando Presencia, un libro de poemas, en 1938, bajo el seudónimo de “Julio Denis”, esto porque no se sentía preparado para arrojarse al mundo literario. Su salto al vacío sucedió hasta que publicó Los reyes —una obra de teatro—, que fue un parteaguas en su trabajo como escritor; en 1949 y antes de salir de Argentina, apareció su primer libro de cuentos: Bestiario, este último lo firmó como Julio Cortázar y fue la antesala de lo que más tarde sería su producción literaria.

En 1951 preparó sus maletas para viajar a París: unos afirman que consiguió una beca como traductor; otros más que salió de Argentina porque discrepaba con el gobierno de Perón. Lo cierto es que desde su llegada a Francia ya no regresó más, de hecho sus restos se encuentran en el panteón de Montparnasse junto a los de su segunda esposa —y tercera mujer—, Carol Dunlop. En su tumba, un cronopio, creado por él, resguarda a ambos parsimoniosamente.

Lo que me resulta curioso de este viaje y del boom latinoamericano es que parece una suerte de segunda oleada de escritores que emigraron a Europa, y de pronto el viejo continente vuelve a posar sus ojos en América. Digo segunda oleada porque la primera, sin duda, fue la que emprendió la “Generación perdida” en los años 20: Ernest Hemingway, John Dos Passos, Scott Fitzgerald, John Steinbeck, quienes después de la Primera Guerra Mundial decidieron ir a París a probar suerte durante casi una década, es decir, hasta la gran depresión de 1929, cuando muchos de ellos debieron volver porque sus familias ya no podían mandarles dinero. No obstante, esos nueve años fueron suficientes para que la gran obra de esta generación —bautizada por Gertrude Stein— se consolidara y fuera admirada mundialmente. En aquel entonces la intelectualidad se congregaba lo mismo en algún café que en la librería Shakespeare and Company o en alguna fiesta organizada por Scott Fitzgerald: Luis Buñuel, James Joyce, André Breton, Ezra Pound, Pablo Picasso, Marcel Duchamp, formaban parte de un París que se había convertido en una ciudad cosmopolita. No es gratuito que el poeta nicaragüense Rubén Darío haya sentido especial atracción por esas latitudes llevándolo en 1900 a ser parte de un movimiento importantísimo: el modernismo. Digamos que la vida cultural que Luis XV soñó en algún momento comenzó a verse cristalizada a finales del siglo XIX donde intelectuales de todo el mundo se daban cita para aportar ideas, arropados por una ciudad que sigue siendo por demás enigmática.

Es cierto que en el boom latinoamericano no todos los escritores correspondientes a él se amotinaron en Francia, hubo quienes se fueron a España y otros a México; sin embargo, París ejerció una singular atracción para los artistas, escritores e intelectuales de mediados de siglo. Julio Cortázar desde allá logró impactar a Latinoamérica en argentino —como decía que escribía— y produjo casi toda su obra desde ahí: Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Los premios (1960), Historia de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Buenos Aires, Buenos Aires (1968), 62 modelo para armar (1968), Casa tomada (1969), Último round (1969), Relatos (1970), Viaje alrededor de una mesa (1970), Pameos y meopas (1971), Prosa del observatorio (1972), Libro de Manuel (1973), La casilla de los Melli (1973), Octaedro (1974), Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), Salvalandia (1975), Ceremonias (1977), Alguien que anda por ahí (1977), Territorios (1978) y Un tal Lucas (1979), sin contar los numerosos artículos que publicó en revistas y periódicos o las cátedras que dio en universidades.

Siempre existirá una singular avidez por regresar a su obra —y creo que con razón— porque fue un escritor con sentido del humor, lúcido y que siempre apostó por el azar, como podemos comprobar en “Historia”, incluido en Historia de cronopios y de famas:

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle, aquí se detenía el cronopio, pues para salir de la calle precisaba de la llave de la puerta.

Por supuesto que detrás de construcciones como éstas hay un acto lúdico, casi irreverente para muchos y con tintes heredados de las vanguardias europeas, tales como el dadaísmo o el surrealismo, como se puede atestiguar en el inicio del siguiente poema del poeta Jean Arp —uno de los participantes en el movimiento dadaísta que inició Tristan Tzara en 1916—, “De carne y hueso”:

Un péndulo de carne y hueso / toca el abecedario. / Las nubes respiran en los cajones. / Una escalera de mano sube por una escalera / de mano y lleva la espalda / a la mujer escalera.

O bien, en el diálogo que ocurre en La cantante calva, de Eugène Ionesco —uno de los principales exponentes del teatro del absurdo que inició en 1950— entre el Sr. y la Sra. Smith hablando sobre Bobby Watson:

Sra. Smith: ¿Pero quién cuidará de sus hijos? Sabes muy bien que tienen un muchacho y una muchacha. ¿Cómo se llaman?

Sr. Smith: Bobby y Bobby, como sus padres. El tío de Bobby Watson, el viejo Bobby Watson, es rico y quiere al muchacho. Muy bien podría encargarse de la educación de Bobby.

Sra. Smith: Sería natural. Y la tía de Bobby Watson, la vieja Bobby Watson, podría muy bien, a su vez, encargarse de la educación de Bobby Watson, la hija de Bobby Watson. Así la mamá de Bobby Watson, Bobby, podría volver a casarse. ¿Tiene a alguien en vista?  

Sr. Smith: Sí, a un primo de Bobby Watson.

Sra. Smith: ¿Quién? ¿Bobby Watson?

Sr. Smith: ¿De qué Bobby Watson hablas?

Sra. Smith: De Bobby Watson, el hijo del viejo Bobby Watson, el otro tío de Bobby Watson, el muerto.

Estos tres momentos parecen integrarse de una manera casi autómata a pesar de que cada uno de los autores pretendía cosas completamente distintas, mas no pueden evitar que la esencia que permea el acto creativo se difumine del todo, se respiraba en el ambiente parisino que congrega a simbolistas, vanguardistas, absurdos, modernistas o realistas mágicos, cuyos textos no sólo les llegaban a los europeos, sino a todo el mundo.

Dichos artilugios inventivos estuvieron presentes durante todo el siglo XX. Cortázar hacía lo mismo una novela que se lee de diferentes maneras ya sea saltando de capítulos deliberadamente o leyéndose de manera convencional, que creando arquetipos a los que llama cronopios o famas; o creando collages abigarrados con notas, cuentos o dibujos. Julio no es un autor que se adscriba a alguna vanguardia literaria, sino que éstas lo arroparon susurrándole ideas entre sus calles y cafés en los que se refugiaba.

De un modo o de otro volvemos a París al hablar de Cortázar, y yo, al pensar en él, pienso en Gertrude Stein conversando con Pablo Picasso sobre un retrato que le hizo entre 1905 y 1906; o discutiendo con James Joyce la importancia del Ulises. Pienso en Ezra Pound poniéndose unos guantes de box porque Ernest Hemingway le dará clases a cambio de los consejos que éste le daba para poder escribir. Pienso en la peregrinación que César Vallejo hizo por diferentes hoteles hasta terminar en el du Maine, del que saldría en 1938 tan sólo para morir un Viernes Santo en la clínica Arango. París es luces y sombras. París es fiesta y silencio.

Hablar de un narrador argentino que murió en Francia me hace pensar en tantos artistas que se aglutinaron en una ciudad para regalarnos momentos de una luminosidad que sigue vigente. A París hemos de volver una y otra vez, siempre París.

¡Salud, Julio!

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