Infinita abnegación
Manuel Corona Flores
El sacrificio fue consumado. Algo que Diego fue incapaz de advertir. Sentado sobre la banca del jardín de su refugio, contempla el infinito, esa profunda oscuridad no es interrumpida con la luna nueva en el firmamento que permite la observación tranquila de las estrellas. En su rostro existen perceptibles marcas de hostilidades vividas pero su cuerpo es ágil y brioso, la piel apiñonada con rasgos delicados, su cabeza está coronada con una cabellera hirsuta, castaña y encanecida; el pulso aún con la avanzada edad no tiembla, su corazón con cada evocación late vigorosamente.
Del puro, sostenido fijamente con sus dedos, emana el humo ensortijando su camino hacia el cielo; Diego fija su vista en una estrella particular, la tercera más próxima al planeta. En un instante, una bola de fuego cruza su mirada, dejando a su paso un rastro a la vez blanquecino y ceniciento. Se distrae de sus cavilaciones al observar la separación de la esfera en tres partes. Lentamente, Diego se incorpora sin perder de vista los objetos.
Debido a su agudeza intelectual, la escuela nunca fue lugar para él, asimilaba rápido las lecciones, esto lo orilló a una constante confrontación con los maestros y sus compañeros; se vio obligado a desertar a temprana edad. Durante la adolescencia perdió a sus padres, lo cual lo motivó a apartarse de la localidad, encontró una cabaña abandonada en el descampado de la colina, con esfuerzo y al paso del tiempo la reparó, el alejamiento lo mantenía tranquilo; el gusto por la lectura nunca lo dejó, en los libros que conseguía obtuvo los conocimientos necesarios para ser visto por la gente como un sabio.
Entra a su albergue, calza las botas y tomando la chamarra, emprende el camino en busca de la respuesta. A un paso rápido y seguro, avanza sin titubeos, siempre ha sido así. Va sorteando el entramado y sinuoso descenso hacia el valle, llega a la planicie. Anda por la vereda hacia la comunidad, en algún punto tiene que doblar a la derecha. Encuentra a Robustiano fumando, acostado debajo de un árbol, lo reconoce por las sandalias y sus largas e interminables piernas.
—Buenas noches, Robustiano. ¿Cómo está usted?
—Bien, me salí de casa para enderezar mis pensamientos.
—¿Vio la bola de fuego que bajó?
—No, ¿a qué hora?
—Hará unos treinta minutos, acompáñeme para saber qué pasó.
—Sí. ¿Qué tan lejos cayó?
—Por el cerro del Sacrificio.
—Vamos.
Robustiano, joven, de oficio carpintero, cursó hasta quinto de primaria, es padre de tres infantes. Su cabello liso amarillea, su piel es sobria, contrastan con los rasgos negroides de su cara. Se desarrolló más que el promedio de los habitantes de su villa, lo cual le trajo como consecuencia una soledad tempranera, refugiándose en las labores que su padre le enseñó, esto fomentó su creatividad y prosperó.
En silencio, los dos andan, Diego adelante y Robustiano detrás. Entre ellos hay tres metros de separación. Una leve brisa norteña les golpetea aminorándoles la transpiración. En sintonía, ambos sin prestar atención a su caminar, llevan los pasos al ritmo moderado del corazón.
Tras un tramo recorrido, alcanzan al punto donde tienen que salirse del sendero para virar rumbo al cerro. Los dos conocedores del terreno, sin hablar cambian de trayecto en el lugar correcto. Aparejados, sorteando la maleza, piedras y hoyancos, llegan a un terreno claro y raso, sitúan la mirada en el cerro, en ese instante observan tres relámpagos que centellean la cima del Sacrificio. Deslumbrados, detienen sus movimientos sin desviar la vista del monte. Después de un tiempo logran salir de ese estado y reanudan el recorrido.
Van elaborando la posible causa del incidente, no tienen idea del acontecimiento. Sus trancos siguen conectados al compás del corazón. Los sonidos campiranos incrementan poco a poco en número, éstos elevan su sonoridad conforme se acercan a la loma. Con prisa armonizada y sin detenerse un instante, continúan aproximándose a la falda del cerro.
En el recorrido observan el cuerpo de un hombre que yace inerte cerca de un árbol, lo reconocen, es Casildo, compositor de la villa, y a unos pasos de él, su instrumento de cuerdas, destruido. Acuclillados los dos, tratan de reanimarlo. Toman el pulso, es casi imperceptible, por un momento, atraviesa en sus mentes el fallecimiento, algo que a Diego no le anunciaron, los astros ni las artes de la figuración; resistiéndose a un error o malinterpretación, sigue intentando revivirlo. Ya es de madrugada, el compositor vuelve en sí después de varios esfuerzos.
Casildo terminó la escuela secundaria, quiso seguir estudiando, pero sus padres no pudieron enviarlo a la capital para continuar con su aprendizaje. Un anciano del pueblo le enseñó a interpretar la música en varios instrumentos. Su porte delgado contrasta con la redondez de su rostro, el cabello sombrío, sucio y largo, la nariz puntiaguda le proporciona un aire humorístico.
—¿Qué le pasó? —Robustiano le pregunta, con voz de alivio.
—No sé. —Aún atolondrado Casildo responde, queriéndose parar rápidamente, pero Diego con fuerza lo obliga a permanecer acostado.
—Tranquilo, ¿está mareado? —le pregunta Diego dándole unas palmadas en el pecho.
—No, sólo confundido.
—¿Le duele algo?
—Las piernas un poco y siento la cabeza como rara.
—¿Vio los relámpagos? —Robustiano intenta averiguar qué tanto recuerda.
—Sí, uno que me arqueó todo el cuerpo, mis oídos no soportaron el sonido penetrante, perturbador. No sé lo que pasó después —contesta con una mueca y los ojos cerrados, tratando de ordenar sus últimas memorias.
—Fueron tres, Casildo. Por eso venimos a ver qué aconteció allá arriba.
—¿Han visto mi “armoniosa”?
—Está ahí, destrozada —responde Diego señalando con la cabeza el lugar donde se encuentran los fragmentos—. ¿Qué hacía por estos rumbos?
—Iba de regreso a casa —expresa consternado, mirando los restos de su instrumento— cuando vi tres bolas de fuego. Me detuve, las observé hasta que desaparecieron detrás de este cerro. —Apunta en dirección al Sacrificio, con su mirada blanda y el pulso temblando, continúa—: Seguí mi camino, llegué a la ladera de la colina. Tomé agua del arroyuelo, lo crucé, di unos pasos; en ese momento percibí una luz intensa y cilíndrica, me cegó, seguido de un estruendoso ruido puntiagudo que me desequilibró. Es todo lo que recuerdo. ¿Saben ustedes algo?
—No, venimos a averiguarlo. Vimos las luces, pero no escuchamos algún sonido. Qué extraño.
—Fue como un campanazo tendido y seco.
—¿Ya se siente mejor, para que nos acompañe a la cima? —dice Robustiano extendiéndole el brazo para ayudarlo a levantarse.
—Sí, vamos.
Casildo camina unos metros, se agacha a recoger las piezas arruinadas; por su semblante hay desánimo y resignación. Guarda con solemnidad los trozos en su morral negro elaborado de lana con unas notas musicales bordadas en azul. Mientras Diego y Robustiano, en silencio, con sus miradas se le unen.
—¿Qué sabe de esto, Diego? —Casildo le pregunta mirándolo fijamente.
—Nada —responde, su rostro denota sorpresa—, llevo una semana sin augurar algo nuevo o extraordinario. Incluso me sorprendió el verlo a usted aquí.
—¿Qué cree que sea? —Con un tono de voz vacilante le cuestiona Robustiano.
—Si lo supiera, estaría cerca del evento para presenciarlo. Desde que salí del hogar —Casildo y Robustiano están muy atentos a las palabras de Diego—, he estado rebuscando la respuesta; mis conocimientos no logran descifrarlo. Me surgen imágenes y significados, pero ninguno referente a esto. Lo bueno es que ustedes están conmigo para descubrirlo —afirman con la cabeza ambos— y atestiguar.
—Estoy inquieto por todo lo que hemos visto y lo que le pasó a Casildo —Robustiano con el rostro afligido, se expresa—, además escucharlo decir que no lo sabe no es un buen signo.
—No hay de qué preocuparse, hasta que no indaguemos lo que ocurrió.
—Vámonos —dice Casildo—, ya me siento mejor. Averigüemos qué está pasando.
Robustiano le da unas palmadas en la espalda y los tres emprenden el camino. Se detienen en el arroyuelo, beben algo de agua; lo cruzan, Diego de guía, Casildo secundando, Robustiano es el vigilante, avanzan por el único sendero que lleva a la cima; el trayecto es sinuoso y angosto, lento. Ensimismados en sus pensamientos los tres suben sin mediar palabra, con la mirada puesta en cada paso. La oscuridad no les permite andar más resueltos.
El monte repleto de pedruscos, maleza, huizaches y mezquites es inservible para el cultivo, habitarlo es imposible por la cantidad de animales e insectos que ahí viven. La leyenda dice que los antiguos habitantes de la región lo utilizaban para sus rituales y ofrendas, nunca se ha podido comprobar. No hay vestigio de alguna construcción.
Por la pendiente, Diego elabora hipótesis, las entrelaza y deshila al instante. Debido a la concentración empleada en el marchar, el camino desigual y el nerviosismo, Diego ha caído varias veces, es algo insólito. Lo han ayudado a incorporarse. La preocupación en su semblante no la advierten sus compañeros. Ellos confían plenamente en él, a pesar de estas muestras de flaqueza. Conforme se aproximan a la cima del cerro, piensan encontrar rastros de hierba quemada pero descubren que no; al llegar a la cúspide, encuentran un enorme vacío, colmado de silencio.
—¿Lo habían visto antes? —cuestiona Diego.
—No, he venido varias veces y no estaba. —Sobándose la punta de la barbilla responde Casildo.
—Qué increíble. ¿Lo habrán hecho los rayos? —pregunta Robustiano, mirando el entorno como esperando encontrar la respuesta escrita en alguna parte.
—Al parecer —Diego responde, alborotándose el cabello—. Me desconcierta todo esto.
Permanecen estáticos, figurando respuestas a sus preguntas, sin acertar. Sobre ellos, la bóveda celeste y profunda los observa. Después de unos minutos, comienzan a caminar alrededor del hueco, hondo y hosco, intentando descubrir algo, su vista no llega lejos. Desde lo más recóndito del infinito sale otro relámpago, terminante, sacudiendo el foso, cegando, aturdiendo y doblando a los tres.
Vendedor de calabacitas y frutas tiernas
Jorge Efrén Velázquez de Jesús
Llegué a la Ciudad de México, la cual me recibió con la calurosa bienvenida que incluía un nuevo empleo detestable y el robo de mi amplificador para guitarra. En la terminal de la TAPO, los encargados de equipaje no me dieron una respuesta concreta, que estaban muy «apenados» pero que darían seguimiento a mi caso y en un periodo de 30 días tendrían una respuesta.
La molestia —mi gran compañera en todo el viaje— parecía haberse encariñado conmigo. Afortunadamente la cartera continuaba en mi bolsillo, extraje el papel que tenía la dirección del lugar donde me hospedaría; tomé rumbo hacia el metro, durante el trayecto comencé a divagar con una tormenta de preguntas sin respuestas sobre mi vida nueva, el nuevo trabajo y el amplificador.
Después de una hora y media entre estaciones y microbuses llegué a mi destino, la señora encargada de los departamentos me atendió con amabilidad —desconocía si este comportamiento era innato o producto del dinero que recibía de la línea del supermercado por atender a sus nuevos reclutas—; en fin, qué más daba.
Cuando terminé de acomodar el equipaje, me aventé sobre la cama, me distrajo del espectáculo de contemplar el techo el ruido de un pitido proveniente de mi celular que me indicaba que la batería se agotaba, tomé el dispositivo y lo arrojé a un lado. Repentinamente observé el estuche de mi guitarra, no pude evitar entristecerme por la pérdida de su compañero. Los acontecimientos ocurridos momentos atrás me llevaron a cerrar los ojos.
La alarma de mi reloj de pulsera me anunció que era tiempo de lo inevitable; el baño de agua fría sedó mis pensamientos inquietos; me vestí y cuando estuve a punto de salir, podría jurar que algo tocó mi espalda, lo cual me enchinó la piel, volteé rápidamente y lo único que vi era mi viuda guitarra arrinconada en la esquina.
Llegué al departamento inquisidor de recursos humanos donde me dijeron que esperara al encargado para recibir instrucciones. Mientras, me perdí en la inmensidad del recinto iluminado con un blanco mortecino, sin restar mérito al blanco cadáver de las paredes de la oficina. Dos horas más tarde recibí la letanía laboral, el sueldo «grandioso» acompañado de las prestaciones típicas y fui sentenciado con el magnífico puesto de «vendedor de calabacitas y frutas tiernas».
Entretanto era guiado hacia la sección de congelados por el jefe de abarrotes; el blanco perla de las lámparas del supermercado me recordó al recinto donde me titulé como ingeniero en sistemas computacionales, qué ironía de la vida, porque no olvido la pregunta obligada por uno de los sinodales: «¿a qué te dedicaras?», no recuerdo qué contesté, pero ahora la vida me dio la oportunidad de ser… ¡vendedor de calabacitas y frutas tiernas!
Este trabajo es recolectar, empaquetar y de vez en cuando soportar a uno que otro imbécil; me daba la oportunidad de tener la cabeza vacía, para poder emplearla en melodías o aprender nuevos conceptos musicales, siempre y cuando tuviera el amplificador, aunque por desgracia eso llevara algo de tiempo.
El supermercado está muy cerca de donde habito, por lo menos en transporte y renta no gasto, pero la paga… ¡Demonios!, me llevará algo de tiempo juntar, pues no tiene caso que me ilusione con que me lo devolverán, no podía evitar esa maldita impotencia por todo, melodías inconclusas, trabajos insatisfechos, amores fracasados, pero… ahora esto.
Llegué al cuarto sin ganas de nada, pero no pude evitar el impulso de sacar la guitarra de su funda y comencé a tocarla, el regocijo de sentir esas cuerdas, escuchar esos acordes. Entonces un aire frío repentino sopló detrás de mí, cuando de pronto unos toquidos fuertes me hicieron voltear hacia la puerta distrayéndome de lo acontecido.
Tamaña sorpresa recibí cuando frente a mí estaba mi mejor amigo, Raziel; la emoción del momento bloqueó el bombardeo de preguntas, un fuerte abrazo acompañado de una cálida sonrisa y un ¿cómo estás?, la magia del encuentro no quería disiparla con cuestionamientos típicos, lo importante es que estaba conmigo.
El tema principal fue el robo del amplificador, del cual mi amigo se indignó, pues él mejor que nadie sabía lo mucho que me gusta tocar. Repentinamente se levantó indicándome que lo acompañara, le pregunté que hacia dónde, tocó mi hombro y me dijo que no hiciera más preguntas.
Aunque por dentro el fuego de la duda me incendiaba sobre su inesperada llegada y cómo supo dar conmigo, cuando yo recuerdo que nunca mencioné mi partida ni mi paradero, pero si ésta era un sueño no quise despertar de él. Opté por peguntarle sobre sus pinturas —si algo tenía sobresaliente aparte de su sentido del humor era su talento para pintar—, de las cuales tenía unos trabajos excelentes.
Mientras me relataba de sus obras, pasamos por debajo de un puente que estaba rodeado de un excelente alumbrado y enfrente de nosotros había una multitud esperando el transporte, lo curioso es que íbamos a mitad de la calle sin que ningún carro nos molestara, proseguimos nuestro camino hacia una subida que nos condujo a una tienda de instrumentos usados.
Antes de entrar a la tienda miré atónito a Raziel, le comenté que no tenía dinero, él sólo abrió la puerta y me indicó que pasara. Inmediatamente sentí un vértigo en mi estómago semejante al que te provoca esa persona que te enloquece, los ojos se me pusieron vidriosos al observarlo en exhibición, no había duda de que se trataba de mi amplificador.
Nos acercamos al aparador. Mientras que yo era una unidad habitacional de emociones, mi amigo le indicó al encargado si podía mostrarnos el aparato, cuando lo tuve en mis manos lo escruté completamente.
—Si es ése, ¿verdad? —me preguntó Raziel, le afirmé asintiendo con la cabeza.
—Es una nueva adquisición recién salida del horno, su sonido es impecab…
—¿Impecable?, de eso no cabe la menor duda —refuté la afirmación, mirando al encargado con una mirada de enojo. Cuando estuve a punto de reclamar, mi amigo volvió a preguntar:
—En caso de adquirir el equipo, supongo que me dan un documento que coteja el número de serie y marca del aparato para demostrar que no es robado.
—Con el sello de la tienda es más que suficiente, se los aseguro —contestó el encargado con una convicción de auténtico comerciante tramposo.
—Hermano, saca de tu cartera la factura del instrumento —dijo Raziel, haciéndome un gesto con sus ojos. Extraje la cartera de mi bolsillo fingiendo una plena seguridad cuando, de pronto, ahí estaba el papel, lo contemplé asombrado por unos milisegundos.
—Ahora muéstraselo al señor para que verifique que la información corresponde con tu equipo.
Le coloqué el papel en el cristal del aparador, aunque más bien quería restregárselo en la cara. El sujeto miró repetidamente el papel y el amplificador, si yo estaba sorprendido, aún más él. Acabado su chequeo, sólo se limitó a decir:
—Esto es inaudito, no puedo creerlo.
—Ni nosotros tampoco —contestó Raziel—. Así que usted decide, lo discutimos con la policía o le devuelve el aparato a mi hermano y hacemos que no pasó nada.
Al encargado no le quedó otra opción que acatar las palabras de mi amigo. Tomé el amplificador y hasta que no salimos de esa tienda, pude por fin sentir que había vuelto a mí otra vez.
—Me gustaría ayudarte a cargarlo, pero estoy imposibilitado.
—Ya bastante hiciste con ayudarme a recuperarlo —le contesté, mientras me daba una palmada en el hombro nuevamente.
El regreso fue igual, el alumbrado debajo del puente nos cubrió, la bajada nos confortó. La misma multitud aguardando su transporte; todo daba la impresión de que no había pasado el tiempo, durante la caminata continuamos con la charla de sus pinturas.
En fin, parecía que todo se había arreglado, pero cuando llegamos al cuarto, Raziel me pidió que tocara el solo interpretado en la película de El Cuervo, no podía negárselo después de todo lo que hizo, saqué la guitarra del estuche, afiné las cuerdas, la conecté al amplificador y di rienda suelta, sentí un torrente vibratorio sobre mi cuerpo, un dharma de opio eléctrico.
—Raziel, qué te pareció el so… —Enorme fue mi sorpresa cuando volteé para pedirle su opinión y sólo el silencio de la habitación me respondió; se había evaporado. Salí hacia los alrededores sin encontrar un rastro de él; me pellizqué el antebrazo pero estaba despierto completamente.
Estaba atónito sobre lo acontecido, decidí contemplar el techo para buscar una respuesta, entonces recordé el celular descargado, lo conecté a la corriente, quizás si le marcaba podría decirme qué ocurrió. Al cabo de diez minutos, observé en la pantalla treinta llamadas perdidas que se dividían entre las de mi madre, amigos y la compañera de Raziel.
De inmediato le marqué a mi madre; cuando me contestó, escuché su voz afligida con tono cabizbajo. Entonces lentamente me dio una noticia que me cimbró todo el cuerpo, sentí un hueco en el alma, entré en shock. Así que decidí que luego le llamaría y lo último que le dije fue: «eso… no es posible».
Me perdí en la inmensidad de un vacío, quise encontrar alguna explicación lógica, la tristeza me abrazó, la ira me consoló, la incertidumbre me abofeteó. Entonces escuché unos toquidos semejantes a los de hacía un rato, sentí escalofríos, acaso sería… él, nuevamente tocaron; el camino hacia la puerta fue eterno, me detuve un instante, otra vez insistieron, estiré la mano lentamente hacia el picaporte.
En fin, qué podía suceder, era mi mejor amigo y me tenía que dar una explicación, pero medité: «¿En verdad esto tiene una explicación?», giré el picaporte y abrí la puerta despacio, levanté los parpados poco a poco y la sorpresa jugó conmigo otra vez.
Esta vez era una mujer de unos 29 años, pelo negro lacio y piel muy blanca, de semblante exótico y vampiresco.
—Disculpa, me llamo Endora, ¿tú eras el que tocabas ese solo hace rato?
—Sí, se lo dedicaba a un gran amigo —le dije mientras buscaba refugio en esos enormes diamantes olivo.
—Me gustó cómo sonaba. A mí también me agrada tocar, ¿te importaría si practicamos regularmente?, bueno… si no te molesta la idea.
—Para nada, sería un placer.
—Por cierto, disculpa si me entrometo más, pero ¿te pasó algo?, tienes los ojos muy húmedos.
Quería aprovecharme del momento y arrojarme a sus brazos, pero sólo me limité a decirle:
—Lo único que me pasa es que me enteré de que mi mejor amigo se ha convertido en un ángel y yo soy… solamente… un vendedor de calabacitas y frutas tiernas.